Discriminar a las personas por su perfil étnico es racismo. Está reconocido en cuantos tratados y convenios internacionales, firmados por España, se aborda esta cuestión, así como por la legislación propia del estado español, incluida la Constitución y la Ley Orgánica de Fuerzas y Cuerpos de Seguridad.

Pues bien, ésta es una práctica habitual de la policía española. Si usted o yo, somos de tez blanca y “aspecto europeo”, no tenemos casi ningún riesgo de ser retenidos en controles de identidad. Ahora bien, si la pigmentación de nuestra piel es otra, la cosa cambia radicalmente. Ahí podremos ser, y seguramente lo seremos, objeto de controles sistemáticos, bien sea en la calle, en las estaciones o medios de transporte, en ambientes de ocio… Lo que nos convierte, automáticamente, en sospechosos.

Y la policía se emplea a fondo en esta labor. En 2009, sólo en Madrid, 445.000 personas fueron oficialmente identificadas en espacios públicos. Dicen querer controlar la situación administrativa irregular. Pero el pasado año 2010 el número de expulsiones ejecutadas por estancia irregular fue de 3.258 en todo el estado español. ¿Entonces? Ni siquiera una supuesta eficacia permite tratar de justificar semejante práctica.
Pero, por el camino, es una forma de criminalizar a un sector de la población que es situada como sospechosa, a quien se limita su derecho a la libre circulación y que ve menoscabada su dignidad e integridad. Estamos llegando al absurdo de llevar las fronteras al interior de nuestras ciudades.

Ya en 2009 el Comité de Derechos Humanos de Naciones Unidas condenó al estado español por esta práctica a raíz del caso Rosalind Williams. Nada se ha hecho para enderezar está práctica. ¿Nos resignaremos a esta nueva violación de derechos porque pensemos que les afecta a otros?