Un feminismo de rostro inhumano

Un feminismo de rostro inhumano

Colectivo Le Mots Sont Importants

En el manifiesto “Laicas, en tanto que feministas”, lanzado en el diario Le Monde, Anne Vigerie y Anne Zelensky, establecen una relación de estricta equiparación entre el feminismo, la laicidad y la exclusión de alumnas “con velo”. Nosotros rechazamos esa “evidencia”: por nuestra parte, estamos “contra la exclusión, en tanto que laicos y feministas”. Por ello nos parece necesario detenernos en algunas afirmaciones.
En primer lugar, no se puede decretar, como lo hacen las dos autoras, que “llevar el velo islámico simboliza el lugar de la mujer en el Islam tal como lo interpreta el islamismo”, “en la sombra, la relegación, la sumisión al hombre”. Y es que, tal y como han demostrado numerosos sociólogos poco sospechosos de complacencia con el islamismo (como Françoise Gaspard, Farhad Khosrokhavar o Niluphar Göle), el sentido de llevar el velo no es único: varía de un lugar a otro, de una época a otra y de una mujer a otra. Es necesario, en particular, señalar que, con un trasfondo de sexismo y de dominación masculina, llevar el foulard es, en ocasiones, lo que permite a muchachas atreverse a ocupar “terrenos reservados” a los hombres: salir por la noche, estudiar carreras, aplazar el matrimonio, comprometerse en la esfera política.
“Que haya mujeres que lo reivindican no cambia para nada lo que supone para ellas” afirman sin embargo, imperturbables, las dos autoras. ¿Cómo se puede rechazar tan radicalmente la palabra de las principales interesadas? ¿Y cómo se puede rechazar tan rápidamente la complejidad de lo real? En cuanto a ese tópico “no hace falta demostrar que las dominadas son las más fervientes defensoras de su puesta bajo tutela” mueve a la perplejidad. Hubiera sido preferible que las autoras se dignaran “probar” esa afirmación. Y es que, que las dominadas puedan contribuir, en diversos grados, a su propia dominación (o que se adapten a ella, como pueden) es una cosa; sin embargo, los “principales apoyos” de la opresión no son las víctimas, sino quienes se benefician la misma, es decir, los propios opresores.
Anne Vigerie y Anne Zelensky no lo entienden así: “No hay opresión más segura que la auto-opresión”, prosiguen, sin dignarse tampoco a argumentar. Hay que decir que es concepto de “auto-opresión” es muy cómodo: permite a cualquiera decidir, independientemente de la voluntad de las muchachas, incluso contra su voluntad, cómo deben vestirse. Se podría generalizar este razonamiento, y afirmar por ejemplo que llevar minifalda o maquillarse es también someterse a un modelo de feminidad alienante: la mujer-objeto, que no tiene más valor que el que suscite el deseo del hombre; por tanto, prohibamos que se lleven estos vestidos. Y si hay mujeres que objetan que les gusta llevarlos, es la prueba que están sometidas a la peor de las opresiones, la auto-opresión” y es por tanto una prueba más de la urgencia de “liberarlas de sí mismas”. En resumen, hay que obligarles a cambiar de vestidos. Esta filosofía política, que decreta que una parte de la población esta “alienada” y no está en condiciones de pensar y de hablar, para a continuación “obligarla a ser libre”, es terrorífica.
Las feministas consecuentes no pueden sino sobresaltarse, más adelante, cuando Anne Vigerie y Anne Zelensky afirma, fríamente, que “Francia es una nación que respeta dos principios”, “la laicidad” y “la igualdad de sexos”. Y es que estos principios existen en tanto que tales, pero no puede afirmarse en serio que sean respetados. El estatuto del concordato de Alsacia-Mosella no respeta la laicidad, y la neutralidad política está lejos de confirmarse en algunas enseñanzas (pensemos en el lugar irrisorio concedido al Comercio de esclavos, a la opresión colonial o a las mujeres, a su dominación, su exclusión y sus luchas de emancipación).
En cuanto al segundo principio, “la igualdad entre hombre y mujeres”, no es más respetado; a todos los niveles (salarios, seguridad en el empleo, acceso al poder económico y político, reparto de tareas domésticas, violencias sexuales), Francia es un país donde reina una profunda desigualdad en detrimento de las mujeres.
“La laicidad supone un espacio público neutro”, prosiguen las autoras. Cierto, pero hay diversas maneras de concebir la neutralidad: a una neutralidad “negativa” (consistente en prohibir todos los signos de pertenencia, sin excepción) puede oponerse una neutralidad “positiva” (consistente en tolerar todos los signos, sin discriminación, excepto los que constituyen una ofensa directa a otro, como las cruces gamadas). Aceptar en la escuela alumnas con velo, de igual manera que aquellas que llevan una cruz, una kippa, una camiseta Nike o una hoz y un martillo, ¿no es también una forma de mostrar neutralidad?
Anne Vigerie y Anne Zelensky no lo entienden así: para ellas, un espacio “neutro” es un espacio “libre de toda creencia religiosa”. También en este caso, la perspectiva es inquietante. Y es que, ser atea, y pensar que es deseable un mundo sin religión, es una posición legítima (y además, es la nuestra); pero imponer ese horizonte como algo previo, hacer de la erradicación de toda creencia religiosa una regla de derecho positivo, es la definición misma de una lógica totalitaria.
El foulard, prosiguen las dos autoras, “alinea a las mujeres en dos campos: sumisas o putas”. Y añaden “Allí donde comienza la violencia social, moral o física contra las mujeres que no llevan velo, debe detenerse la libertad de llevarlo”. Ahora bien, si admitimos tranquilamente, refiriéndonos a la Declaración de Derechos Humanos, que la libertad de un individuo debe ser limitada cuando este individuo abusa de otro, resulta por el contrario más difícil admitir el deslizamiento que Anne Vigerie y Anne Zelensky provocan a este principio: porque, de seguirles, es la libertad de una mujer que porta el velo la que debe cuestionarse cuando los hombres abusan de las mujeres que no llevan velo. En otras palabras, las mujeres con velo son tratadas como culpables (o al menos, como cómplices) de brutalidades que no comenten y que, en su gran mayoría, no aprueban.
No se puede sino estar de acuerdo con ambas firmantes cuando se refieren a las “indignaciones hipócritas” de la “gente publicitaria y mediática” que invoca la libertad de expresión cuando es criticada por sus derivas sexistas. Y es que, efectivamente, ese sexismo existe, y su denuncia es legítima e incluso necesaria. Pero no poder seguir a las autoras cuando pretenden que ocurre lo mismo con el velo: la situación, en realidad, es totalmente diferente cuando no se limita ya a estigmatizar discursos o imágenes abierta y unívocamente degradantes, sino que se refiere a un símbolo, polisémico por definición, para decretar que se conoce su único significado, y llamar a la represión brutal de las mujeres que se reconocen en él. En un caso, los publicitarios sexistas son criticados, atacados verbalmente, en el marco de un combate político leal; en el otro, las mujeres son brutalmente sancionadas y privadas de un derecho fundamental: el derecho a la educación.
Anne Vigerie y Anne Zelensky incriminan a la ideología del “derecho a la diferencia” que equiparan a una “sacralización irracional de la diferencia”. Hay ahí una total confusión, porque en el “derecho a la diferencia” no es la diferencia la que es sagrada, sino el derecho, es decir, la libertad individual. Dicho de otra forma: para la mayoría de los defensores del derecho a la diferencia (nosotros, entre ellos), la diferencia no tiene en sí misma ningún valor, y no es una obligación; es, como lo dice la frase, un derecho, lo que significa que una persona puede elegir y que, en tanto que respeta la libertad del otro, puede asumir y afirmar una diferencia, sin correr por ello el riesgo de ninguna sanción.
Las dos autoras concluyen: “he ahí cómo, en nombre del respeto a las costumbres, se nos ha avergonzado cuando hemos decidido denunciar la ablación y denunciar en los juzgados los casos de ablación”. La imprecisión en torno al “se” les permite equiparar a quienes se oponen a la exclusión de las alumnas con velo con los defensores de la legitimidad de la ablación, lo que es totalmente deshonesto ya que entre las personas que se han comprometido contra la exclusión de las alumnas con velo, prácticamente ninguna ha defendido la ablación, ni siquiera el derecho a la ablación.
“Es cierto, continúan las dos autoras, que en un sentido el velo no es más que la parte visible del iceberg. El iceberg, es la política de dominio de las ‘redes de Allah’ sobre la población de origen inmigrante”, a través de las redes de apoyo escolar o de ayuda a las familias con dificultades. Todo eso existe, sin duda, pero al centrarse en esas realidades, las dos autoras no ven más que una pequeña parte del iceberg: olvidan sobre todo fijarse en varias décadas de relegación y discriminación, una gestión policial y neo-colonial de la inmigración y de los barrios populares, y dos décadas de demolición o de recuperación de todas las formas de protesta laicas surgidas de la Marcha por la Igualdad de 1983. Así como la estigmatización a ultranza del Islam, que ha dado al foulard una dimensión de estandarte político que no estaba forzosamente obligado a tener en la Francia de comienzos de los años ochenta.
Finalmente, cuando llegan a las conclusiones y reivindicaciones, las dos autoras piden, ni más ni menos que “la prohibición del velo en los centros de enseñanza y de vida común (escuela, facultad, empresa, administración)” lo que significa concretamente que la mujer que lleve velo se ve imposibilitada de estudiar y trabajar, en definitiva, de adquirir las herramientas indispensables para su emancipación intelectual y su autonomía financiera. Se ve así entregada sin defensa al poder de los hombres. ¿Cómo se puede ser feminista y aceptar eso?
Pero lo más fuerte viene a continuación: Anne Vigerie y Anne Zelensky piden “la prohibición del velo en la calle”, “si las agresiones hacia las mujeres que no llevan velo continúan”. El “si” es puramente formal: en realidad las autoras saben perfectamente que por desgracia van a continuar las agresiones contra mujeres que no llevan el velo. Sin embargo, ningún estudio estadístico permite establecer la menor correlación entre aparición del velo islámico en el espacio público francés y cualquier tipo de recrudecimiento del número de violencia contra las mujeres. Estamos aquí ante una increíble operación de amalgama. Las mujeres que llevan velo deber ser sancionadas por agresiones que ni han cometido, ni aprobado.
Cuando Anne Vigerie y Anne Zelensky se pronuncian, para terminar, contra la enseñanza de la religión fuera de los cursos de historia y de filosofía, y por una enseñanza sobre las discriminaciones racistas, sexistas y homófonas, quienes somos feministas no podemos sino aprobarlo. Y es que es precisamente a la institución a quien hay que exigir la laicidad, y no a la alumna. Pero además, lo que más falta es una enseñanza sobre las luchas de emancipación, laicas, feministas, obreras, anticoloniales. El conocimiento de las discriminaciones debe, en efecto, articularse con la historia de las luchas emprendidas por los mismos dominados y dominadas, sin lo cual se queda en un discurso de denuncia moral, que resulta ineficaz contra las ideas y comportamientos que condena, y que conduce lógicamente a una única demanda: más policía, más represión, más castigo, sin diferenciar en lo que hace a quiénes se dirige. La campaña por la exclusión de las alumnas con velo es el típico ejemplo de este momento en que la impotencia política se convierte en deseo de omnipotencia estatal. Una postura que da al feminismo un rostro al que no estamos acostumbrados: el rostro terrorífico de la intolerancia, de la represión más brutal y del consentimiento cínico al “sacrificio” de una parte de las mujeres.

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