Prostitutas y mujeres con velo: las víctimas son las otras

Prostitutas y mujeres con velo: las víctimas son las otras

Anne Souyris
Presidenta de Femmes Publiques

Podría parecer extraño ver al gobierno francés, en nombre de la protección de la “Francia de a pié”, dedicarse al mismo tiempo tanto a la cuestión de las jóvenes que llevan velo como a las prostitutas. Explotación sexual por mafiosos, reclutamiento por los islamistas: he ahí las dos patas del discurso comúnmente reivindicado hoy en día por nuestros dirigentes. Con la seguridad ciudadana en el centro.
Esto incita a contemplar juntas ambas figuras, en el sentido de la coreografía política. Como lo hacen los demás. Ya que, si miramos más allá de la imagen contradictoria de la mujer sexy, a menudo desnuda, y, evidentemente, multiacompañada como es la prostituta, y, en el extremo opuesto, la de la mujer cubierta, reservada a Dios y a un solo hombre, ¿qué es lo que se desarrolla en común en el discurso público? Ambas son consideradas víctimas, con un tratamiento sin embargo discordante con ese estatuto, puesto que se encarcela a unas y se excluye a las otras. Así, la ley de seguridad interna protege a las prostitutas de su proxeneta con cárcel y multa, y el mismo gobierno afirma proteger a la joven musulmana de un islam sexista … mediante una ley que la excluiría de la escuela. Extraña protección… O más bien, protección de excepción, en todo caso. ¿Pensaríamos, en efecto, en encarcelar a una joven esclava doméstica para protegerla de su muy diplomático patrón? ¿Pensaríamos, igualmente, en excluir de la escuela a un niño maltratado o violado para no dar a entender al resto que se trata de una norma «a seguir»? Al menos está claro que hablamos de una víctima muy particular. Una víctima a la que, finalmente, se trata como culpable, una víctima a la que el derecho no ayudaría en nada, ni le proporcionaría ningún recurso. Una víctima, en fin, cuya palabra no vale nada, ya que está, por principio, alienada y a la que hay que defender de sí misma, contra sí misma. Incluso de abandonarla a su suerte, como las jóvenes de quienes se prefiere que sigan una escolarización por correspondencia antes que permitirlas venir a la escuela con el velo, o esas prostitutas de las se querría sencillamente no oír hablar más, aceptando de hecho que sean invisibles, en la cárcel, en clubs cerrados o en parkings desiertos: sencillamente, allí donde ellas o ellos no molesten la mala conciencia del Señor y Señora Todoelmundo. Víctimas, en definitiva, a las que se coloca en la situación contradictoria de negar su existencia si queremos ser calificados de «políticamente valientes»: no al velo, no a la prostitución… Se puede seguir así y recitar un rosario interminable: no a la miseria, no a la droga… y paso de ello. El problema es que decir no, es excluir y ocultar. Y eso nunca ha servido para resolver los problemas. Excepto cuando se habla de un proceso, apenas iniciado, en el que las comunidades más próximas se vuelven conscientes de los males y, por tanto, de que hay que castigarlos rotundamente. Encerrar a las personas a perpetuidad, o condenarlas directamente a morir. Sin excepción. Así se ha conseguido acabar con las lenguas regionales, reprimiéndolas sin descanso, como si se tratara de una supervivencia colectiva. Y eso ha –casi- funcionado. Se ha cerrado el centro para refugiados de Sangatte, y hoy tenemos a un centenar de kurdos en el distrito X de París, en la calle desde hace meses. Esperan. A que el ministerio de asuntos sociales se ponga de acuerdo con el ministerio del interior. Que se les proporcione alojamiento, pero sobre todo, que se les permita ejercitar sus derechos: solicitar asilo. Tres meses después, Francia no ha tramitado su petición. Sangatte ya no existe, se canta victoria, pero ellos siguen ahí. Todavía. Siempre. Sin embargo, ya no hay escándalo puesto que se ha destruido el símbolo: el centro de acogida.
Lo mismo pasa con las prostitutas y las jóvenes que llevan velo. Bastaría con negar su existencia para hacerlas desaparecer. No habría más que espacio público. Aunque no se haya resuelto, lo importante es salvar el honor. Para los unos, la derecha, es suficiente, los «vecinos» contentos, el orden se mantiene. Para los otros, una «izquierda» tristemente incapaz de enfrentarse a las realidades, anclada en sus viejos modelos de principios, se da la impresión, simplemente, de creer que el fenómeno ya no existe, puesto que se no se quiere que exista.
Otro punto común: la mayoría de las personas implicadas en la prostitución o por el velo son mujeres, sea extranjeras o de una «segunda generación». En la época de la integración «a la francesa», son vistas como síntomas de fracaso. No se escucha lo ellas que tienen que decir, en gran parte porque lo importante es el símbolo que ellas perpetúan: «el velo, es el fin de la igualdad de sexos» decía, en síntesis, Elisabeth Badinter en una reciente entrevista en Libération. Otros dicen, con un deslizamiento semántico de envergadura, «aceptar la mercantilización de los cuerpos es el fin del feminismo». En todos los casos se trata de lo mismo, del símbolo. Se olvida las realidades que viven estas mujeres concretas, pero en cambio no se olvida tratarlas específicamente: por exclusión o por expulsión. Por su bien. O mejor dicho, por el bien de todas: contra la discriminación de las mujeres, contra la dominación masculina; las banderas son innumerables. Y sin embargo, de qué emancipación se habla cuando se mantiene a estas mujeres en una situación en la que su única elección es: cambiad vuestro comportamiento (quitándoos el velo o dejando la prostitución) y seréis libres. Lo que viene a significar: si seguís tan alienadas es porque queréis (por tanto, sois algo culpables), pero también que vuestra elección es la equivocada, así que tenemos que forzaros un poco, en nombre del derecho de todas las mujeres para salir de ahí. Es aquí, exactamente, cuando se entra en un sistema que es el de la victimización que mantiene en la exclusión.
Y así se las mira como víctimas: para unas del islamismo galopante, para otras de las mafias esclavistas, o sea, los bárbaros, hombres extranjeros que vienen de países pobres: nuestras antiguas colonias y algunos territorios de Europa del Este, son los auténticos responsables. No nosotros. No los «occidentales» de cultura cristiana. Que no vendemos nada, no cambiamos nada, no explotamos a nadie, no tenemos problemas con el cuerpo, la religión, la discriminación sexista. Las víctimas son las otras. Así se continúa hablando en lugar de ellas. Así, no nos miramos a nosotros mismos. Y no se cambia nada en nombre del derecho universal.

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