Huevos de serpiente. Racismo y xenofobia en el cine

Huevos de serpiente. Racismo y xenofobia en el cine

Chema Castiello

En La Tregua, relato de la odisea del retorno de Auschwitz, Primo Levi narra una sesión de cine a la que asiste mientras permanece refugiado en Staryje Doroghi (Unión Soviética). Se trataba de una vieja película austriaca sobre la Primera Guerra Mundial en el frente italiano. Una película con el candor y la retórica habitual de las películas de esa clase: el honor militar, las fronteras sagradas, los combatientes heroicos y las cargas a bayoneta. Pero para Primo Levi (1997:165 166) algo no casa: «todo estaba al revés: los austrohúngaros, oficiales y soldados, eran personajes nobles y gallardos, valerosos y caballerescos; caras espirituales y sensibles de guerreros estoicos, caras rudas y honradas de campesinos, que ya a primera vista inspiraban simpatía». Por el contrario, «los italianos, todos, eran una caterva de vulgares bribones, marcados todos, por aparatosos y ridículos defectos físicos: bizcos, obesos, cargados de hombros, patizambos, la frente baja y huidiza. Eran viles y feroces, brutales y de mala catadura: los oficiales con cara de viciosa blandura… los soldados con jetas porcinas o simiescas…».
Primo Levi concluye: «Los italianos, poco habituados como estábamos a vernos a nosotros mismos en el papel de «enemigos», odioso por definición, consternados ante la idea de ser odiados por cualquiera que fuese, sacamos de la película un placer complejo, no privado de turbación, y fuente de saludables meditaciones».
La meditación del autor italiano bien puede generalizarse. Si los italianos sufren por su conversión en «los malos de la película» ¿qué les ocurrirá a aquellos grupos humanos que siempre, o casi siempre, son representados de la manera más tosca y negativa? ¿qué efectos tendrá sobre sus comunidades?
Dejando patente que la blancura es indicador universal de civilización, ha de destacarse que al «otro» se lo sitúa, casi siempre, dentro del lenguaje de la patología, el miedo, la locura y la degeneración. Esa distorsión del otro ha sido denominada, con razón, racismo, en la medida que el viejo racismo operaba con estereotipos muy elementales y, por otro lado efectivos, haciendo descansar en el biotipo la suerte, la mala suerte que acompañaba de por vida a los que no eran blancos o pertenecían a las clases humildes. Categorías fijas, transhistóricas y transculturales, que suponían una jerarquía racial encubridora de los fundamentos estructurales de la desigualdad y la explotación.
En el cine, se suele poner como ejemplo de racismo a El nacimiento de una nación (1915), una película maravillosa por muchas razones, pero que acuña una imagen del negro como ser depravado, violento y lascivo que se convertiría en un estereotipo mil veces repetido. En el mismo sentido, y dentro del cine estadounidense, los indios serán presentados como bestias salvajes a extirpar de la faz de la tierra, cuya anunciada masacre era aplaudida por el público infantil, acompañando con su feliz griterío el trote del reparador Séptimo de Caballería. Las excepciones a este modelo sólo serán recientes y contarán con la presencia del hombre blanco como vehículo expresivo: Pequeño gran hombre, Bailando con lobos o Buho gris pretenden ver el mundo desde los ojos de la cultura india.
Las películas inglesas sobre la colonización son también un dechado de virtudes: los ingleses se representan a sí mismos como casta superior, dedicados a los nobles oficios de la administración o el ejército, cuando no a la holganza o a la antropología, educados en Oxford o Cambridge y paternalistas ante una masa india o negra, figurantes de un fondo que da lustre al paisaje. Las individualidades, cuando las había, eran un remedo imperfecto del anglosajón, que movía a risa por su torpeza, o aún peor, viles asesinos o rebeldes que conducían a su pueblo a una orgía de sangre.
La denuncia de este cine, la reflexión sobre las perversas repercusiones del tratamiento estereotipado y marginador de las minorías es aún una tarea pendiente. Centros de enseñanza, asociaciones culturales, cineforums y publicaciones de crítica especializada son ámbitos adecuados para acometer una revisión a fondo de este universo perverso. Hacer consciente al espectador de la manipulación a que se le somete es, cuando menos, una tarea de mínima justicia reparadora, si compartimos la idea de que el futuro también se construye en el balance crítico del pasado. Podemos contar para ello con la propia revisión a que se está sometiendo esta historia desde el propio universo cinematográfico condenando el período esclavista como en Amistad (1997) o la serie de películas que reconstruyen acontecimientos de los años 60 como Arde Misisipi (1988) o Por encima de todo (1992), sin duda el período más y mejor revisado en la filmografía moderna. Pero repasemos brevemente la imagen del negro en las pantallas.

Los negros en el cine

Numerosos intelectuales afroamericanos han entrado a analizar en detalle la representación de la negritud en el cine estadounidense (p.e. Donald Bogle o Melvin van Peebles). Señalan que al principio se les negó la posibilidad de representarse a sí mismos y los propios blancos encarnaban sus papeles tras el rostro tiznado. Ya la temprana adaptación para el cine de La cabaña de tío Tom (1903) de Edwin S. Porter contó con un Tom encarnado por un actor blanco con la cara pintada. Cuando al fin accedieron al oficio de actor sus papeles consistieron en ser criados, holgazanes de sonrisa torpe, cómicos, bestias brutales o personajes temblorosos y estúpidos que carecían de criterio propio y frecuentemente respondían con un sí a las demandas de sus amos. El negro era adecuado también para arrojar lanzas, recibir un balazo o servir cenas y bebidas. La mujer negra era una gorda inmensa de ojos grandes, ingenua hasta la estupidez; una caricatura de criada para todo que derramaba lágrimas ante las dificultades que la vida deparaba a las hijas de los amos blancos. Todo un conjunto de caracteres que ilustraban la inferioridad de los negros. Una reproducción fílmica de los estereotipos que existían desde los días de la esclavitud y que habían jugado un importante papel en la subordinación de esta población. El artista negro tendrá que luchar contra la imagen que el hombre blanco tiene de él, imagen a la que el hombre blanco se aferra para no verse obligado a corregir la suya propia.
Una excepción a la norma la representa Casablanca (1942) donde un negro interpretado por Dooley Wilson encarna a Sam, un pianista que interpreta «As time goes by» un tema para enamorados y perdedores. Sam, una mezcla de sirviente y amigo que obedece fielmente los requerimientos de Rick: «Tócala Sam»… y Wilson entra en acción. Con alguna que otra excepción, la población negra aprendía en el cine la vergüenza de ser negro, interiorizando una imagen despreciable acuñada por el hombre blanco. Tan interiorizada estaba esta imagen, que el primer cine rodado por negros, aprovechando la existencia de salas de cine segregadas, permitió la aparición de actores negros, seres humanos no imbéciles. Sin embargo, presentaban a los héroes con una piel más blanca que a los malos. Películas como Asesinato en la Avenida Lenox, Moon over Harlen o Chicago after Dark, son algunos ejemplos ilustrativos. El final de la segregación en las salas de cine supuso, paradójicamente, el fin este tipo de cine que no retornará hasta los años 70 bajo nuevos presupuestos estéticos y políticos.
Adolfo Colombres (1998:34) explica muy bien este proceso de colonización mental: «Para dominar a un pueblo se falsifica tanto su palabra como su imagen, y se le obliga luego a consumir hasta el hartazgo esas palabras e imágenes falsificadas. Nunca (o muy rara vez) el oprimido habla: se habla por él. La imagen es tratada con exotismo, y para eso se le descontextualiza, se eliminan las referencias necesarias. Se subrayan los aspectos que sirven para dar cuenta de su «primitivismo» y de sus condiciones (en el mejor de los casos) de bien salvaje. Se le pinta como un ser alegre, vital, muy lleno de rituales (como si toda auténtica cultura no estuviese colmada de ellos) y un excelente bailarín o artesano, pero poco dotado para hacerse cargo de su situación, de evolucionar, por lo que el cambio forzosamente ha de venir de afuera, de la multitud de salvadores que se disputan el privilegio de incorporarlo a la historia (por cierto, a una historia que no es la suya)».

De Sidney a Melvin Van Peebles

La televisión reproducía el mismo esquema y durante los años 40 los negros no tienen cabida en la pantalla. Hubo que esperar hasta los años 50 y 60 para que el negro entrase en escena con una imagen renovada y, para algunos, una nueva espiral en la manipulación del negro. Nat King Cole llegó a tener su propio show en los años 50, un negro elegante de sonrisa preciosa que tocaba el piano y cantaba hermosas baladas, un negro que no incomodaba a los blancos y era motivo de orgullo para los negros que saludaron aquel programa como fiel audiencia hasta que los anunciantes dejaron de promocionar el programa y Nat King Cole vio suspendida su presencia en la pequeña pantalla.
Matar un ruiseñor, una película de 1962, presenta descarnadamente la violencia ejercida contra los negros por la población blanca, así como la incapacidad de la justicia para enfrentarse a los hechos. Sin embargo, en los años 60 se produciría un fenómeno de mayor trascendencia. Nos referimos a las películas en que un protagonista negro, ayudado, cómo no, por un blanco, da lecciones de moral y expresa ante el espectador la oportunidad de reconocerles sus derechos. Estamos en plena lucha por los derechos civiles y Hollywood se apunta al carro. Sidney Poitier en *Adivina quién viene esta noche *(1967) puede muy bien servir de ejemplo de esta modificación. Encarnó durante muchos años al negro educado e inteligente, hablando un perfecto inglés, elegantemente vestido y con unas maneras exquisitas en la mesa. Un negro comportándose como un blanco. El prototipo de la clase media americana para consumo de negros. Una nueva imagen de tío Tom que fue rechazada por los sectores más radicales de las comunidades de color que afirmaban su negritud, black is beautiful, y derecho a la igualdad a partir de una lectura particular de su propia cultura y de su historia de resistencia.
Melvin Van Peebles introducirá un nuevo estilo y galvanizará las audiencias jóvenes con su película *Sweet Sweetback’s Baadasss Song *(1971). Fiel a una época de rebeldías, Van Peebles, que había pasado unos años en París escribiendo novelas y buscándose la vida en el mundo del cine, presenta el personaje que demandaba la población negra del momento. Productor y director, encarna también a Sweetback, un personaje que, al contrario que Sidney Poitier, es un negro maleducado que contesta a la violencia con violencia, triunfando sobre los corruptos blancos y haciendo gala de una sexualidad descarnada. Cuando ve a dos policías aporreando a un joven negro inocente, no tiene reparos en golpear a los policías y… esfumarse. El impacto fue tan fuerte que la dirección de los Panteras Negras recomendó a sus militantes la asistencia a las salas de cine para disfrutar del héroe y sus hazañas. El film se cerraba con un mensaje: A BAADASSSS NIGER IS COMING BACK TO COLLECT SOM DUES1.
Van Peebles captó el clima de orgullo y afirmación negra que recorría los guetos presentando un héroe popular, rebelde y sin cortapisas a la hora de salirse de los márgenes legales. Su aspecto más negativo, la glorificación del chulo y el desprecio que manifiesta por la mujer negra a la que presenta poco menos que como una puta. No obstante, y debido al éxito de taquilla, el personaje de Van Peebles será copiado hasta la saciedad, generando una nueva caricatura de la negritud muy vinculada a la irresponsabilidad y al machismo.

Los realizadores negros: Spike Lee

Pero sin duda, el fenómeno más interesante ocurrirá en la década de los noventa. Se presentarán en sociedad, y obtendrán un éxito de taquilla notable, un plantel de realizadores pertenecientes a la minoría afroamericana que postula un nuevo cine expresivo de los problemas a que se enfrenta esta comunidad. Nos referimos a realizadores como Spike Lee, Bill Duke, Reginald Hudlin o John Singleton. Este último ha realizado importantes películas, Los chicos del barrio (1991) o Semillas de rencor (1994), centrándose en los problemas de los jóvenes negros que crecen en los barrios marginales de las grandes ciudades y cuyas vidas están dominadas por dinámicas de carácter racial o acosadas por los problemas derivados de las drogas, el crimen o la violencia. Las mujeres, sin embargo, tendrán aún pendiente un tratamiento adecuado en pantalla y jugarán roles absolutamente secundarios. Los nuevos directores incorporarán a la cultura popular estadounidense nuevos ritmos, nuevas ideas y una nueva estética. Si Melvin van Peebles insistía en la denuncia de la colonización de las conciencias de la población negra que cuando se miraba al espejo sociocultural del cine se veía representada de manera humillante, marginal, servil, impotente y animal, estos realizadores dotarán de un nuevo sistema de identidad y orgullo a esta población.
Spike Lee es el protagonista más celebrado de esta nueva realidad. El cineasta estadounidense, cuyo verdadero nombre es Shelton Jackson Lee, se ha convertido en la conciencia fílmica de la población afroamericana de los Estados Unidos a la que ha dedicado toda su obra. Natural de Atlanta, Georgia, pero vecino de Brooklyn desde muy joven, ha dejado muestra de su buen hacer en trabajos como Barbería de Joe: cortamos cabezas (1982), atrajo la atención internacional con She’s Gotta have it (1986), una película independiente de bajo presupuesto rodada en 16 mm y donde una mujer, Nola, quiere mantener una relación estable con tres hombres diferentes.
En 1988 estrena el musical Escuela de baile reconstrucción de sus años de estudiante en Morehouse College de Atlanta y donde narra la confrontación entre los estudiantes y los administradores de la institución. Los conflictos interraciales en un barrio de Brooklyn son tratados en Haz lo que debas (1989), película de culto que causó un enorme impacto en la sociedad norteamericana dando pie a una larga controversia y a numerosas publicaciones y encuentros.
Cronista de la sociedad afroamericana, homenajea en Cuanto más, ¡mejor! (1990) a John Coltrane, realizando así una incursión en un mundo, el del jazz, habitualmente tratado por directores blancos. Provocador genial, aborda en Fiebre Salvaje (1991) las relaciones de un arquitecto negro y su secretaria blanca y los conflictos que tal relación genera en sus grupos de procedencia. Reconstrucción en clave racial del enfrentamiento de montescos y capuletos, Spike Lee echa sal en una de las heridas sangrantes de la sociedad estadounidense.
Acusado por sus detractores de racista, glosa la figura del líder radical negro Malcolm X (1992) en tres horas y media de película. Canto a la negritud y al sueño radical de construir un estado negro homogéneo e independiente, justifica el derecho a utilizar la violencia como modo de autodefensa del marginado. La película careció del impacto de taquilla pretendido pero contribuyó a la popularización del personaje y lo convirtió en icono cuyos posters, camisetas y fotos ocuparon la primera plana de actualidad en aquel año.
En 1994 escribe, en colaboración con sus hermanos, y dirige Crooklyn, la vida veraniega de una familia en Brooklyn a comienzos de los años 70. Rinde cuentas con los críticos que le acusan de presentar una comunidad negra embellecida con Camellos (1995), un duro alegato contra el mundo de la delincuencia y las drogas.
Get on the bus (1997) es acogida con buenas críticas en el festival de Berlín, resaltando que se trata, junto a Haz lo que debas de su mejor película. Get on the bus es una road movie. Durante dos horas, desde Los Ángeles a Washington, comparten viaje 20 hombres de distinta condición que acuden a la marcha por la igualdad de derechos convocada por el predicador musulmán Louis Farrakhan. La Nación del Islam reunió a un millón de personas en 1995. De nuevo las mujeres saldrán mal paradas de la apuesta reivindicativa: no acudirán a la marcha.
Director controvertido, gusta de aparecer como actor en sus propios filmes, no desprecia el negocio de los anuncios y las campañas de publicidad, base sobre la que ha construido su propia compañía productora «Forty acres and a Mule» pues su suerte en el mundo del cine no ha estado acompañada siempre por el éxito de taquilla.
A la acusación de hacer un cine excesivamente militante, cine negro y para negros responde: «A Fellini nadie le pregunta por qué en sus películas casi todo el mundo es italiano. Tampoco le reprochan a Rainer W. Fassbinder que utilizase actores alemanes. ¿Por qué no puedo centrarme yo en los afroamericanos?».
Y aún más contundente con quienes afirman que su cine les resulta incómodo por el canto a la violencia que encierra: «Me parece bueno que mis películas hagan sentir incómodos a los blancos durante unos minutos, porque ellos nos hacen sentir así a los negros durante toda la vida».
Su última película, El verano de Sam (1999) es una nueva vuelta de tuerca en la reconstrucción de la memoria colectiva de la población afroamericana. El verano de Sam se sitúa en 1977 y hace inventario de los acontecimientos vividos en aquel año en Nueva York. Un año extremadamente caluroso donde un chiflado, David Berkowitz, mató a seis personas e hirió a otras siete aconsejado, según sus cartas al periódico The Daily News, por el perro de su vecino. La cinta se centra en el barrio italoamericano del Bronx donde interactúan los cuatro protagonistas: un peluquero rey de las pistas de baile, su novia con la que no quiere mantener relaciones sexuales hasta el matrimonio, su mejor amigo, un punk que toca en una banda y se gana ocasionalmente la vida desnudándose en un local pornográfico y la novia de éste. Un cóctel de factores emocionales, políticos, raciales y hasta climatológicos perfectamente entrelazados.

Nuevas retóricas de la exclusión

El combate por la igualdad de los años 60 y 70, entre el que se debe incluir el feminista, ha supuesto un duro golpe para las identificaciones fundadas en la superioridad racial de los blancos. De hecho, la fijación de la cultura angloeuropea como sinónimo de la civilización y la misión civilizadora del discurso patriarcal y eurocéntrico ya no se mantienen fácilmente. Pese a que algunos ideólogos como Herrnstein y Murray continúan con la vieja letanía de la supremacía racial del hombre blanco, en la actualidad se asiste al nacimiento de un nuevo racismo que abandona las categorías biológicas, los estereotipos más toscos, para centrarse en aspectos sociales y culturales.
No es posible a estas alturas hacer un discurso de lo negro sin admitir que ésta no es una categoría fija y estática. Los negros, como cualquier otro grupo humano están atravesados por divisiones y diferencias, como las que permiten establecer pertenencias a clases, sexos, lugar de origen, nivel de estudios, profesión, intereses, etc.
Los discursos racistas han ido mudando de envoltorio y hoy, encubiertos con nuevo ropaje, se sigue haciendo ostentación del desprecio a personas y grupos con argumentos variados. Sin duda, el principal ámbito en el que se presenta el racismo en la actualidad es en relación a la inmigración y a la pobreza. Los inmigrantes, esa suerte de esclavos modernos, aparecen como un peligro para la estabilidad de la sociedad y en torno a ellos se teje una red de silencio y desprecio que conlleva la ausencia de derechos y la marginación más absoluta. El Norte (1983), junto con la explicación de las causas de la emigración presenta a dos hermanos guatemaltecos enfrentados a una vida clandestina donde todo les es negado, hasta el derecho a la propia lengua o al propio nombre.
Conjuntamente con la ausencia elemental de derechos y la confinación de la vida a espacios clandestinos, la negación de las señas de identidad por la sociedad receptora es otra de las claves identificatorias del racismo moderno. Un movimiento reaccionario como el que acuñó el lema «English only» expresa la preocupación de un sector de la sociedad estadounidense que concibe la diversidad cultural y lingüística como un desafío a la unidad de la nación y al dominio cultural de los anglos. My Family (1995) es una película representativa de esa tendencia a que estamos aludiendo y una defensa valiente de un mundo plural y mestizo.
También en Lone Star (1995) está presente, y de qué modo, la visión plural de la realidad. Es interesantísima la escena donde la maestra protagonista debate con algunos representantes de la comunidad el tipo de programa educativo que demanda una sociedad como la que hace su vida en la frontera. En ese debate está contenida gran parte de la disputa sobre identidad y homogeneización cultural, diversidad y cohesión social, temas centrales del movimiento intercultural que está dejando ver su influencia en escenarios tan variados como la filosofía, el derecho, la política o la educación.
Dos últimas películas completan esta guía para el análisis de la intolerancia en el cine. Es frecuente encontrar películas que presentan a los blancos como nuevas víctimas del racismo y la violencia de la minorías alojadas en los márgenes del sistema. Gran Canyon (1991) puede ser muestra de una tendencia actual que tiende a culpabilizar a las víctimas, escondiendo la raíz estructural y económica de la pobreza moderna y las derivaciones violentas de una sociedad compartimentada y excluyente. El diálogo y el apoyo mutuo son las recetas que ofrece Lawrence Kasdan para corregir el crecimiento de la violencia en la sociedad actual. ¡Qué bien si fuera tan sencillo!
Por último, Misisipí Masala (1992) introduce una nueva reflexión sobre el racismo. Una familia india, procedente de Uganda donde vivió en propia piel el rechazo racial, se opone a las relaciones de su hija con un joven negro. La oposición racial está cruzada también por otras oposiciones culturales y sociales pero los jóvenes parecen dispuestos a superar un mundo de divisiones arcaico. El racismo es cosa de los viejos y el amor un arma capaz de superar tales aberraciones. La película de Mira Nair rechaza la simplista idea de que el racismo es un problema que se presenta entre negros y blancos estadounidenses, del que están lejos otros pueblos y culturas. Situando la acción en el seno de una comunidad india universaliza el problema invitándonos de paso a una reflexión elemental: ¿quiénes son los sujetos de nuestro rechazo?

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