Élites y cambio político en Marruecos

Élites y cambio político en Marruecos

Mª Angustias Parejo
Departamento de Ciencia Política y de la Administración de la Universidad de Granada

De todos los países del Magreb, Marruecos ha sido el país más criticado, desde determinados foros europeos, por haber mantenido tras la independencia una monarquía que se conducía de modo anacrónico con el correr del tiempo. Sin embargo, ese mismo tiempo ha restaurado la imagen pública de un país en el que se han experimentado unos procesos lentos, pero tremendamente interesantes y reveladores, de una evolución política en la vía reformista de un poder que se había mantenido más o menos inalterado a lo largo de los años. Con todos sus límites, la apertura, la liberalización y la significación de las reformas implementadas en Marruecos en estos últimos años, constituyen un punto de mira obligado y una fuerza excepcional en un entorno que ha tendido en los últimos años a una clara regresión.
Las elecciones de 1997 y la alternancia en curso bajo la dirección del Primer Ministro socialista Youssoufi son el corolario de un un proceso largo y accidentado que se inicia veinte años antes. La “primavera política marroquí” del 77 trae consigo la reintegración de los partidos al ruedo político, la reanudación de la práctica electoral y la reactivación del sistema parlamentario; Palacio primero acomete espectaculares procesos de limpieza (para aparecer sin mancha alguna de corrupción), para después dar paso a una estrategia de ampliación de alianzas y reforzamiento de su legitimidad. Se instaura entonces una “nueva fórmula política” que, a pesar de estar sustentada en unas condiciones dacronianas para la oposición, es aceptada por ésta exigiendo en contrapartida la liberalización de las instituciones en una búsqueda continua de ampliar el movimiento de democratización.
El proceso electoral en Marruecos desde entonces ha sido iniciado, supervisado y dominado en todo momento por el impulso reformista de la monarquía. La melodía, la intensidad, el tono de los gestos, de los cambios que se han producido, han sido orquestados desde una incuestionable hegemonía real. Hegemonía que, sin embargo , no ha podido controlar todos los efectos no queridos de esos cambios y, lo que es más importante, la percepción interna y externa que provocan y sus consecuencias en el ámbito político.
La instrumentalización de la legitimidad democrática en su función de legitimación del poder y marco de valorización de la monarquía, se concreta a mediados de los sesenta en una “nueva fórmula política” que pretende instaurar un democracia de objetivos muy limitados. Esta fórmula consensuada y arropada por un discurso unanimista en torno al Sahara, se reactualiza a mediados de los ochenta para agotarse políticamente a finales de esta década y principios de los noventa.
El agotamiento o la crisis de la denominada “nueva fórmula política”, unida a un déficit de imagen (de imagen exterior), persuaden al Majzen de la conveniencia y oportunidad de presentar a Marruecos como modelo de estabilidad en la región. En ese nuevo marco de un cambio en la continuidad, de un activismo de la tradición, el Majzen ha ido aceptando aquellos cambios susceptibles de garantizar su vocación para encuadrar el conjunto de los segmentos de la sociedad. Sin embargo, su juego político, hasta el presente limitado a las élites, puede devenir impracticable. El ritmo cada vez más rápido de las transformaciones económicas, sociales y políticas (edificación de un Estado moderno, con la consiguiente institucionalización y juridificación de los espacios públicos), marcan frecuentes y numerosas discontinuidades que no encuentran cabida en la cultura clientelista.
La necesidad que tiene el poder de nuevos elementos de legitimidad, hace de la democracia un valor en alza. El sistema pluralista, la forma parlamentaria, la mayor juridificación del poder, y el renovado compromiso democrático de comienzos de la pasada década, introducen elementos distorsionantes en las clásicas relaciones clientelares del poder y reducen el espacio neopatrimonial.
La situación del bloqueo político que se vivía en la década de los noventa era el corolario del agotamiento de la nueva fórmula política activada tras 1977. La transición otorgada en Marruecos se había convertido en una “transición inmóvil” , situación que se hacía insostenible dadas las presiones internas y externas que soportaba el régimen. Era necesario articular un nuevo consensus histórico y ello exigía ineludiblemente la redefinición de uno de sus tres pilares básicos, el constituido por las instituciones democráticas . Esta redefinición de la opción democrática hemos de situarla en un continuun, en un proceso en el que el sistema político marroquí comienza, a partir de los ochenta, a responder de forma más positiva a las demandas que provenían de las élites con vistas a asegurar una mayor participación en la vida política nacional . El poder político actualiza de esta forma su cultura activa de integración que reposa, bien en la eliminación de los adversarios políticos, bien en forzar su colaboración dentro de los límites fijados. El que la oposición escogiese participar en la apertura del poder tras el proceso de democratización emprendido en 1973 ha sido interpretado como la consolidación del proceso de integración y la definitiva pacificación de la vida política. Empero, más de dos decenios de la vida política marroquí marcados por la observación recíproca, la vigilancia y desconfianza mutua, no pueden dejar indemnes la cultura y el mismo proceso político marroquí.
La integración es la capa más visible, más deslumbrante, pero es aún superficial y por tanto frágil en la cultura política actual. La voluntad de los actores políticos de inscribir su oposición “dentro del sistema” es relativa, prudente y lenta en afirmarse de manera significativa, tanto que esa integración sortea difícilmente la simple operación táctica. En el comportamiento político de las élites marroquíes “la espera”, “l’attentisme”, aparece como una característica más profunda y enraizada que la integración misma. La impresión que reina en el ambiente es que nada definitivo debe ser cedido al poder, ni en los programas oficiales, ni en las tomas de posición diarias, ni en la acción, ni siquiera, en fin, en los más mínimos detalles. No es sorprendente que en estas condiciones un ambiente de provisionalidad envuelva al universo político marroquí, al poder central y a los diferentes actores políticos. Así, ante la menor situación de crisis reaparecen los límites de las capacidades integrativas del sistema político, en particular cuando cuestiones que se creían definitivamente arregladas entre la oposición y el poder a comienzos de los setenta, reinundan el centro de las relaciones conflictuales.
En la década de los noventa la situación de crisis política es de nuevo acallada con una nueva reforma constitucional que, con un espíritu nuevo y algún importante avance, dista aún de ser la base normativa del Estado democrático y de derecho al que aspiran las fuerzas democráticas. Bajo esa nueva cobertura jurídico-constitucional, refrendada el 4 de septiembre de 1992, se inicia un proceso electoral que culminaría con la apertura del nuevo Parlamento en octubre de 1993. El consenso necesario para llegar a ese momento se había nutrido de la exigencia y esperanza por parte de la oposición de que las elecciones fuesen un auténtico y verdadero ejercicio democrático, y de su interés por explotar al máximo las posibilidades que tras la reforma constitucional ofrecía el juego parlamentario.
El éxito de la oposición tras las elecciones directas del 25 de junio de 1993 puede ser leído como una victoria para la monarquía en su esfuerzo por establecer un nuevo tipo de consenso político. Por primera vez los resultados electorales nos dibujaban los perfiles del Marruecos político real, aunque, eso sí, tras la humillación sufrida por la oposición con las elecciones indirectas, el consenso político y los niveles de confianza se debilitaron.
El Parlamento de 1993, al que se le auguraba larga vida y cuyos parlamentarios debían conducir el país a las puertas del 2000, nacido para salvar una situación de bloqueo político, se nos revela como un nuevo paréntesis en la lenta y tranquila democracia hasaniana. A la transitoriedad de esta experiencia parlamentaria contribuyen las dificultades para formar gobierno, en el que la oposición se niega a participar, y la desvirtuación de las relaciones entre ejecutivo y mayoría parlamentaria.
El consenso, en estos años, no ha sido un proceso cerrado, sino que ha sido campo de negociación y renegociación en el que ha vuelto a ser reivindicado casi desde el primer momento una revisión a fondo de la Constitución y la extensión del sufragio universal directo a la totalidad de la Cámara. La exigencia de un nuevo compromiso para “democratizar la democracia” conduce a la reforma constitucional de 1996 y al último proceso electoral del 97 que supone un considerable avance (con frutos amargos y dulces) en la transitada transición marroquí.

  1. El Majzen es un concepto escurridizo, ambiguo y difícil de definir. Pertenece al complejo y sinuoso mundo del non dit politique, ausente del lenguaje jurídico y políticamente correcto, se nos revela omnipresente en la dinámica política y en la cultura política popular. Tras la independencia, en pleno siglo XX, el Majzen pierde su uso oficial, pero persiste en la vida sociopolítica como un sistema de representación del poder. Este “viejo nombre mágico” sigue siendo un sujeto polémico que suscita las más heterogéneas definiciones, aunque en todas ellas existen ciertas claves que homogeneizan la percepción: son las referencias al poder, al estado, al gobierno, al sistema político, en fin, a un estilo o práctica de gobierno. En muchos casos prima una visión negativa ligada al elemento violento, autoritario, arbitrario y represivo personificado en las estructuras del Ministerio del Interior (sobre todo entre la oposición marroquí y los excluídos del sistema). Junto a ella, en muchos casos perfectamente imbricada, subyace una valoración positiva como institución y sujeto político portador de la identidad y especificidad marroquí.
  2. B. López García, “Transiciones políticas en el Magreb”, en Razón y Fe, Tomo 222, nº 1.105, 1990, pp. 289 y 293 a 295.
  3. Los otros dos pilares, el Islam y la defensa de la integridad territorial, permanecerían (y siguen permaneciendo) como incuestionados dentro de ese acuerdo, tácito y ambiguo, de buena voluntad que supuso el pacto nacional largamente gestado tras 1972.
  4. Abdallah Saaf, “Tendances actuelles de la culture politique des élites marocaines”, en Le Maroc actuel, CNRS, París, 1992, p. 248.
  5. Fórmula empleada por uno de los líderes de la oposición y hoy Ministro de Economía, Fathallah Oualaou.

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