Archipiélago

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In memoriam, Cristóbal Vázquez Parra
A María, su compañera, y todo el futuro que le queda

Anochece. Poco a poco las casas de la ciudad empiezan a quedarse a oscuras. El tráfico se tranquiliza. El rumor se apaga. Las ventanas, los balcones, se vuelven negros. Las estrellas se van descolgando del cielo y brillan. Como si las luces que se apagan en un sitio se encendieran en otro.

Hunde las manos en la arena todavía ardiente, hace apenas unas horas que atardeció. Nota cómo algunos granos se le clavan debajo de las uñas. Le da igual el dolor, hay cosas peores. Excava como puede aunque parece una misión imposible: por cada puñado de arena que saca otro resbala hacia el agujero. Un hombre se le acerca y le explica que en el desierto es muy difícil cavar una fosa, que lo que se hace en esos casos es cubrir el cadáver de arena y las piedras que se puedan encontrar. Ella deja de cavar y sigue las indicaciones que le han dado. Al cabo de un rato el compañero muerto ya está enterrado. El pasaporte, le recuerda el mismo hombre de antes, déjalo sobre la tumba, quizás pase por aquí alguien que lo conozca. Al día siguiente los que queden vivos seguirán caminando hacia Europa.

Todas las mañanas llegaban puntuales. Eran los días más fríos del invierno. Cristóbal se abrigaba con un chaquetón estilo coreano, María lo hacía abrazándose a él. Ella se bajaba de la moto y lo despedía con un beso antes de entrar a clase. Otras veces no había prisa para despedirse: la clase no empezaba puntual y tenían tiempo para entretenerse. María, como un terremoto, no dejaba de hablar y acaparar toda la atención. Cristóbal esperaba a que alguien se le acercara y le comentara cualquier tema. Entonces desplegaba una conversación brillante y copiosa que solía pillar por sorpresa a su interlocutor. El aire se le escapaba entre los huecos de los dientes que le faltaban y las eses le sonaban de una manera especial, ejerciendo cierto efecto hipnótico. Entonces la clase empezaba. María y sus compañeros entraban y Cristóbal aguantaba la conversación todo lo que el otro quisiera. Luego se marchaba para volver a la una y media, siempre puntual para recoger a María. Así todos los días.

Sindy camina altiva hacia el molino. Ayer, cuando atardeció, no salió al potrero a pajarear con Juanito. No le quiso dar explicaciones pero ella se ha hecho una mujer y ésas cosas ya no le divierten. Cuando su hermano volvió presumiendo que había dejado chueco a un pájaro ella lo escuchó indiferente meciéndose en la hamaca y haciendo como que leía un periódico atrasado. Vuelve con el maíz molido. Su madre le dice que prepare algunas tortillas para el desayuno mientras ella hace el café. Sindy hace lo que le ha dicho su madre y piensa por primera vez en su futuro.

Casi es nochevieja cuando se pone de parto. Deben trasladarla desde la prisión hasta el hospital. Los dolores son terribles, tanto como le habían avisado, pero está deseando conocer a su hijo. Va a ser niño, justo como ella quería. El protocolo, le explica alguien, recomienda que la funcionaria de prisiones esté presente durante el parto. Ella se niega. Su hijo no nacerá entre carceleras, de ninguna manera. La madre insiste y la funcionaria acepta irse. Pero antes deja claro quién manda y la crueldad de todo carcelero esposando a la mujer a los barrotes de la cabecera de la cama. Empieza el año nuevo y una madre da a luz esposada.

El juez escucha asombrado las explicaciones que le da el acusado. No tenía más remedio que hacerlo, le explica el hombre, mi hijo está enganchado a las drogas, no puede soportar estar sin ellas. Yo no sabía qué hacer, reconoce, no era capaz de consolarlo ni impedir que se drogara, él no trabaja y yo no tengo dinero para darle… tenía que robar, lo hacía sin maldad, necesitaba las drogas. Pero el cuchillo me daba miedo, reconoce el padre, podía herir a alguien, por error, mi hijo no es malo, pero los nervios podían provocar un desastre, ya sabe usted, señor juez. Por eso me iba con él, continúa, cómo iba a dejarlo solo, es mi hijo. Acompañándolo, se justifica, podía tranquilizarlo y evitar que le hiciera daño a alguien, también le aconsejaba que no robara de más, que cogiera sólo lo que le hiciera falta. Entiéndalo, le dijo al juez, ninguno de los dos podíamos hacer otra cosa. El juez se recupera de la sorpresa y, desconcertado, decide poner al padre en libertad.

Una mujer cuelga el teléfono. La voz distante y artificial que llegaba desde la otra punta del mundo le acaba de decir que su marido se ha ido con otra. Ya no aguantó más, le explicaron. Ella dejó ahí la conversación, se excusó diciendo que no le quedaba más dinero y que debía colgar. No tenía ganas de saber los detalles. Piensa en todo eso mientras su amante la besa. Miles de kilómetros y cientos de días deben acabar con cualquier relación. Sabía que terminaría pasando. Antes de que su marido se fuera con otra, ella ya había tenido varios amantes. Pero eso no impide que se sienta triste y le molesten los besos que ahora recibe. Déjame, le dice al hombre. Y llora sin saber muy bien si lo hace por su marido, por ella o por los dos.

Alguien arrastra el cadáver de Janet fuera de la fábrica. La encontraron en el aseo, con el corazón quieto y silencioso. Roto. Le quitaron los guantes y la ropa de trabajo y le lavaron las manos antes de arrastrarla fuera. Dirán que murió mientras estaba de visita, que ella no trabajaba allí, que no la conocían de nada. Mentirán. Podrán hacerlo y no pasará nada. Apenas unos días antes, Janet había enviado a su hijo parte del dinero que le daban dentro de un sobre cada inicio de mes en la fábrica en la que había muerto. Cada vez que recibía un sobre, cada vez que hacía el envío o cada vez que la situación se le hacía cuesta arriba pensaba en su hijo graduándose en la universidad y recuperaba las fuerzas. Y ahora yace fuera de la fábrica, sin guantes, con las manos limpias y alguien jadea por el esfuerzo de haberla arrastrado.

Son las once de la noche. El Talgo número 226 Madrid Cartagena está a punto de llegar a Murcia. De repente el maquinista ve a un hombre y a una mujer abrazados y de pie en mitad de la vía. El tren pita alarmado pero los amantes desoyen la orden sonora. En lugar de apartarse se abrazan más fuerte y se susurran las últimas palabras de amor. El maquinista tira del freno de mano pero ya es demasiado tarde. El tren arrolla a los amantes y los arrastra ciento cincuenta metros. Los cuerpos quedan tumbados entre los raíles de la vía, muy cerca de la estación. Todavía siguen abrazados.

Detrás de los cristales, Cristóbal está tal cual, como si no hubiera pasado nada. La perilla está recortada con la precisión habitual, quizás un poco mejor que otras veces. La expresión de su cara es de calma, como siempre que estaba junto a María. Sin embargo ella llora desconsolada. Desesperada. Otras veces, durante el descanso de las clases las compañeras salían a desayunar a unos bancos de madera protegidos por un olmo. La conversación iba y venía pero María siempre encontraba la forma de hablar de su Cristóbal. Mi Cristóbal, mi Cristóbal, repetía sin cesar en frases de interminable cariño. Hace ya algunas semanas que las clases terminaron. María ya no es un terremoto. Cristóbal, detrás del cristal, ya no puede oír cómo le dice cuánto le quiere. Alguien habla del destino, otro se enjuga las lágrimas, un tercero busca vanas palabras de consuelo. Y María llora.

federico montalbán lópez

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