¿Por qué las personas buenas hacen cosas malas?

¿Por qué las personas buenas hacen cosas malas?

Quizás habría sido mejor orientar nuestro tema de un modo más directo. Preguntándose, por ejemplo, sobre cómo debe ser la educación en valores en una sociedad con alta diversidad étnico-cultural. Sin embargo, hemos optado por dar un rodeo y explorar la temática que sugiere el título que encabeza este escrito . Espero no traicionar la cuestión de la educación en valores en una sociedad que busca la interculturalidad.
De todos modos, quiero empezar disculpando el uso de un rótulo tan ingenuo y lleno de ambigüedades. Sabemos que la expresión “personas buenas” presenta dificultades: la bondad difícilmente puede considerarse una nota que se tiene o que falta del todo y, para más complicación, a menudo no estamos de acuerdo ni sobre la misma idea de bondad. La expresión “cosas malas”, que sin duda también suena algo infantil, plantea problemas similares: de nuevo será complejo ponerse de acuerdo sobre qué son “cosas malas”, aunque todos podríamos citar actos claramente reprobables. De un modo u otro, sólo es posible juzgar en el interior de situaciones reales, y estas siempre son complejas. Ni los actos ni las personas suelen merecer calificativos tan claros como los de nuestro título.
Pese a todo hemos adoptado ese título, que nos exige aceptar su tono naïf, con la intención de reflexionar sobre cuestiones que nos interesan: por qué motivo decimos que los seres humanos son vulnerables y qué debe hacer la educación en valores para compensar tal vulnerabilidad en una sociedad plural y multicultural. En lo sucesivo abordaremos esos temas recorriendo tres momentos: primero, nos aproximaremos al comportamiento humano para mostrar hasta qué punto está determinado por influencias sociales no deseadas; luego, recordaremos una hipótesis que nos ayudará a explicar el motivo de esa vulnerabilidad y, por último, veremos qué podemos hacer desde la educación en valores para contribuir a que los seres humanos sean dueños de sí mismos.

Lo que habían sido niños maravillosos
Empezaremos con un ejemplo del mundo de la educación. En el documental Una clase dividida, Jane Elliott nos presenta una experiencia contra la discriminación que realizó durante varios años con alumnos de unos nueve años de edad, así como también en otras situaciones formativas con adultos .
Para conseguir que los chicos y chicas sintiesen algo parecido a lo que viven las personas de color y de otros grupos discriminados, ideó el ejercicio del color de los ojos. La actividad consiste en dividir la clase en dos grupos: aquellos que tienen los ojos azules y aquellos que los tienen marrones. El primer día se afirma y justifica que los chicos de ojos azules son superiores en todos los aspectos a los de ojos marrones y, en consecuencia, se trata a unos de manera positiva y a los otros negativa. Dicho trato desigual se les hace vivir mediante infinidad de pequeños detalles. Al día siguiente la profesora invierte la situación y trata como superiores a los de ojos marrones y discrimina negativamente a los de ojos azules. Con ello la profesora consigue crear un microcosmos análogo a la sociedad, que provoca en los jóvenes reacciones inesperadas. En primer lugar, aquellos que por el color de sus ojos fueron considerados como mejores adoptaron ante sus compañeros una actitud prepotente, de superioridad, de burla y menosprecio, los insultaron y algunos casos acabaron en peleas. Algo que con sorpresa y dolor expresa Jane Elliott en el documental: “Observaba como lo que habían sido niños maravillosos, cooperativos, fabulosos, considerados, se volvían desagradables, rencorosos, segregacionistas.” En segundo lugar, el rendimiento académico de los alumnos discriminados bajó de forma ostensible y comprobada. Por último, y quizás más sorprendente todavía, la actitud prepotente hacia los compañeros y la disminución del rendimiento se invertían casi automáticamente cuando la profesora intercambia los papeles. Al crear un entorno de discriminación, los alumnos dejan de actuar como acostumbraban y adoptan conductas acordes con su nueva posición en la clase. Sin embargo, la experiencia y los momentos de reflexión parece que prepararon mejor a los alumnos para combatir la influencia de otras situaciones de discriminación. Años después el impacto de la experiencia seguía vivo y admitían que pasar por ella les había sido de utilidad.

I. Manzanas podridas
Hay acontecimientos únicos, como el Holocausto, que nos plantean preguntas difíciles: ¿Cómo pudo ocurrir? ¿Cómo surgieron personas como Eichmann? ¿Cómo se generó tanto odio hacia los judíos? ¿Cómo fue posible que un pueblo culto desarrollara tal grado de ceguera ante hechos de esa magnitud? ¿Cómo se logró apagar el impulso compasivo de los asesinos? Otros acontecimientos, quizás más frecuentes, como el ocurrido en la cárcel de Abu Ghraib también nos interrogan sobre los motivos por los cuales llegaron a producirse .
Una respuesta recurrente y tranquilizadora es explicar tales fenómenos a partir de lo que se ha llamado la teoría de las manzanas podridas. Se carga toda la responsabilidad de los hechos sobre los individuos directamente implicados y para explicar cómo pudieron llegar a producirse se busca un elemento enfermizo en la personalidad de sus autores que los predispuso a cometer tales horrores. Manzanas podridas que se han de apartar para que no contaminen al resto. Así se explicaron los hechos de la prisión Irakí. Salvando las distancias, algo parecido ocurre al buscar explicación al Holocausto: la obsesión de Hitler, el servilismo de sus partidarios, la crueldad de sus subordinados, la corrupción moral de sus ideas y del Tercer Reich, y otras causas de parecida índole. Hechos ciertos, pero que tienden a circunscribir y delimitar la causa del horror en la singularidad de unas personas, un espacio y un tiempo: algo muy desgraciado provocado por algunos alemanes patológicos que afortunadamente ya terminó.
Todo parece indicar que las cosas no son tan sencillas. En el primer caso, los hechos de Abu Ghraib los cometieron sin duda individuos responsables, pero son hechos difícilmente explicables sin contar con fuerzas situacionales que contribuyeron a deshumanizar a los presos, despersonalizar a los militares y que al fin allanaron el camino a los abusos ocurridos. Sería un error culpar sólo a los autores materiales y no considerar la fuerza de la situación carcelaria y la responsabilidad de quienes no quisieron o no supieron controlarlas. De modo análogo, no se puede disminuir en nada la culpabilidad de las personas vinculadas al nazismo, pero se debe buscar también más allá de la responsabilidad individual hasta descubrir qué lógica y qué fuerzas lo hicieron posible. El Holocausto es una aberración cometida por individuos, pero es más que un acto individual. Es una aberración que puede tener que ver con algo presente en las sociedades modernas: algo presente en su racionalidad, en su burocracia y en su capacidad tecnológica. Además su puesta en marcha requirió de un proceso de supresión de la responsabilidad moral, de producción de distancia entre personas y de glorificación de la obediencia a la autoridad. Un conjunto de circunstancias pensadas para diluir la conciencia moral de cada uno de los implicados y llevarles a realizar comportamientos –por acción u omisión– que en otras situaciones quizás no hubiesen manifestado. Dicho de forma sencilla: no podemos olvidar la responsabilidad del cesto que pudre las manzanas, así como de quienes lo construyen y manejan.

II. Entre el juicio y la acción
La relación entre el juicio y la acción es uno de los temas clásicos de la psicología moral, y lo es precisamente porque no está nada claro. Ampliando un poco la cuestión, podemos constatar la poca coherencia que se detecta entre los rasgos de carácter y la conducta, entre el juicio y la acción moral, entre lo que se dice y lo que se acaba haciendo. Demasiado a menudo hay poca relación entre las indicaciones de aquello que pensamos que debería determinar el comportamiento –el carácter, el juicio o el deseo– y lo que realmente realiza el sujeto. ¿Por qué tanta discrepancia?
La obra de Hartshorne y May se preguntó hasta qué punto los rasgos de carácter predicen la conducta de los sujetos en determinadas situaciones experimentales. Sus resultados sorprendieron: la conducta moral no depende de rasgos estables de carácter, sino de la situación en la que se encuentra el individuo . Más adelante Kohlberg pensó que una capacidad formal, como el juicio moral, podría anticipar mejor la acción. Los resultados tampoco fueron brillantes: el juicio moral es una condición quizás necesaria pero en modo alguno suficiente para predecir el comportamiento de los sujetos . No parece posible entender la acción moral sin considerar un sujeto mucho más complejo –con identidad, historia y una variedad de capacidades morales–, sin considerar la adquisición de hábitos y virtudes que lo predispongan a efectuar cierto tipo de acciones y, de modo prioritario, sin considerar las condiciones situacionales en el interior de las cuales se configura la conducta . De nuevo comprobamos como mirar en exclusiva al sujeto separado de sus circunstancias nos impide entender su comportamiento: entre el juicio y la acción está la situación.

III. Doble vulnerabilidad
¿Por qué los sujetos cambian sus patrones habituales de conducta tan fácilmente, por qué llevan a cabo acciones horrendas que no se explican por alteraciones patológicas de su personalidad, por qué resulta tan difícil llevar a cabo lo que desean realizar? En definitiva, ¿por qué son tan maleables y frágiles? Creo que podemos adelantar que la debilidad proviene de una doble vulnerabilidad en la que acaban metiéndose los seres humanos.
Hablamos de doble vulnerabilidad para distinguir dos momentos de debilidad, uno antropológico y otro ideológico. La suma de los dos contribuye a producir hechos como los que hemos analizando. Entendemos por vulnerabilidad antropológica la facilidad con que las fuerzas situacionales –autoridad, presión del grupo, propaganda, etiquetaje, imposición de roles, condiciones ambientales, etc.– alteran la voluntad y la conducta de los individuos, bien porque les llevan a modificar pautas habituales de comportamiento, o porque les impide poner suficientes barreras a la realización de actos horrendos, o bien porque no logran realizar lo que dicen desear. A esta vulnerabilidad la hemos llamado antropológica para señalar que forma parte de patrones de reacción muy enraizados en los seres humanos. Unos patrones que es bueno reconocer para así poder enfrentarse a ellos de una manera inteligente y eficaz.
La vulnerabilidad ideológica consiste precisamente en no estar dispuesto a reconocer la vulnerabilidad antropológica. La integran todos aquellos mecanismos que conducen al olvido de la debilidad humana, a la inconsciencia prepotente con que se juzgan las propias fuerzas, a la omnipotencia con que se cree poder actuar, a la ilusión de dominio sobre sí mismo que se cree tener; en definitiva, a la convicción de que el peligro no va con nosotros. Cuando se empiezan a oír declaraciones que niegan la posibilidad de manifestar comportamientos reprobables, se está mucho más cerca de caer en ellos. No ser conscientes de los peligros que nos plantea la vulnerabilidad antropológica, querer negarlos, es un proceder que multiplica la vulnerabilidad humana y nos quita los recursos para enfrentarse a las fuerzas situacionales que no deseamos.

IV. Experimentos sobre vulnerabilidad antropológica
La vulnerabilidad no sólo la constatan los hechos, sino que también ha sido estudiada de forma experimental. Una de las constantes que nos muestran esos trabajos es la enorme capacidad de influencia que tienen las circunstancias en la conducta de los seres humanos, lo que hemos llamado vulnerabilidad antropológica. Una influencia capaz de alterar profundamente el comportamiento habitual y razonable.
El primer trabajo que recordaremos es un estudio de Solomon Asch sobre la conformidad . Analiza la modificación de los juicios como resultado de la presión grupal. En un grupo de personas advertidas se introduce un sujeto experimental, se les presentan dos cartulinas –una con tres líneas y la otra con una–, y se les pide que digan qué línea de la primera cartulina es igual a la única línea de la segunda. Los miembros advertidos responden equivocadamente, ejerciendo una presión sobre el sujeto experimental, que en un número significativo de ocasiones responde lo mismo que el grupo. No resiste la presión del grupo, a pesar de que los hechos son evidentes.
El segundo trabajo, realizado por Stanley Milgram, plantea la cuestión de la obediencia a la autoridad . El experimento consiste en pedir a un voluntario que someta a un ejercicio de memoria a otro voluntario –en este caso era un sujeto advertido– y que le aplique una descarga eléctrica cada vez más fuerte cuando las respuestas sean incorrectas. El voluntario advertido se equivoca, el experimental le suministra descargas y el primero se queja ficticiamente del dolor. Cuando el voluntario experimental duda, el experimentador le dice fríamente que continúe. Pocos abandonan el ejercicio, de modo que la mayoría acata las órdenes de la autoridad con mayor o menor malestar.
El tercer experimento trata de lo que Albert Bandura llamó la desconexión moral, o como las etiquetas deshumanizadoras hacen que aumente la agresividad hacia las personas que las reciben . Una parte del estudio es parecido al anterior, los sujetos experimentales deben suministrar un castigo cuando las personas advertidas se equivocan. Sin embargo, los experimentadores como por descuido etiquetan de forma positiva o negativa al grupo de los sujetos advertidos. El simple hecho de oír una buena o mala palabra asociada al grupo hizo que la cantidad de castigo suministrada variase de forma ostensible.
El trabajo de Philip Zimbardo, conocido como la Cárcel de Stanford, reprodujo de manera experimental las condiciones y los roles de una prisión . Reclutó voluntarios y los distribuyó al azar en dos grupos: carceleros y prisioneros. A continuación inició la simulación con la detención, ingreso en prisión y vida carcelaria de los reclusos y de los guardias. Sin entrar en los detalles, sólo decir que adoptaron en tal medida los roles y las actitudes propias de la situación de reclusión que el experimento tuvo que interrumpirse. Entre otras cosas, quedó claro que los roles sociales impuestos acaban condicionando la conducta de los sujetos, incluso cuando nada tienen que ver con su vida anterior y probablemente vayan contra sus convicciones.
Tanto los hechos presentados al comienzo como los experimentos que acabamos de resumir muestran la vulnerabilidad antropológica de los seres humanos, en especial cuando no logran establecer lazos de ayuda y resistencia con nadie, y se enfrentan solos y aislados a las fuerzas situacionales.

V. Oración sobre vulnerabilidad ideológica
Un sujeto vulnerable puede protegerse de las influencias que podrían doblegarlo, eso intentaremos mostrar más adelante, pero nada será posible si se mantiene en una postura inconsciente y convencido de su omnipotencia. No hay peor peligro que creerse fuera de todo peligro. Sobre esta cuestión ya dijimos algo, aquí tan sólo reproduciremos un texto que Jonathan Littell pone en la mente del Dr. Max Aue, el protagonista de su novela Las benévolas, un nacionalsocialista convencido que participó del horror de los campos.
“Que quede claro, una vez más: no intento decir que yo no soy culpable de tal o cual hecho. Soy culpable, y vosotros no, estupendo. Pero, pese a todo, deberíais ser capaces de deciros que lo que yo hice vosotros lo habrías hecho también. A lo mejor con menos celo, aunque quizás también con menos desesperación, pero, en cualquier caso, de una forma o de otra. Creo que puede afirmar como hecho que ha dejado establecido la historia moderna que todo el mundo, o casi, en un conjunto de circunstancias determinado, hace lo que le dicen; y habréis de perdonarme, pero hay pocas posibilidades de que vosotros fuerais la excepción, como tampoco lo fui yo. Si habéis nacido en un país y en una época en que no sólo nadie viene amataros a la mujer y a los hijos sino que, además, nadie viene a pediros que matéis a la mujer y a los hijos de otros, dadle gracias a Dios e id en paz. Pero no descartéis nunca el pensamiento de que a lo mejor tuvisteis más suerte que yo, pero que no sois mejores. Pues si tenéis la arrogancia de creer que lo sois, ahí empieza el peligro.”
Reconocer la propia vulnerabilidad es el primer paso para no ser doblegado, es el primer paso para pensar qué se puede hacer para evitarlo. A eso vamos a dedicar el espacio que nos queda.

VI. ¿Qué pedir a la educación en valores?
A la educación en valores se le puede pedir que nos dé pistas sobre cómo enseñar a convivir a personas doblemente vulnerables en una sociedad con alta diversidad moral. La vulnerabilidad humana se pone especialmente a prueba en sociedades que han pasado de un código moral único a un pluralismo moral que reconoce la diversidad de principios y valores, en sociedades donde el multiculturalismo ha propiciado el incremento de posiciones culturales y morales y, por último, en sociedades donde la globalización ha convertido a todas las culturas y valores en voces implicadas en la búsqueda de la convivencia. Una propuesta contra la vulnerabilidad y para la convivencia en sociedades plurales y multiculturales debería tener presentes recomendaciones como las que presentamos a continuación.
Contra la vulnerabilidad ideológica: tomar conciencia de la vulnerabilidad antropológica. Un programa de educación en valores pensado para superar la vulnerabilidad ideológica debe trabajar para que su alumnado reconozca su vulnerabilidad antropológica. Debe contribuir a limitar el sentimiento de omnipotencia, tan enraizado en el trato con la naturaleza, con los demás y consigo mismo. No se puede pretender todo cuanto deseamos y no se debe suponer que lo podemos todo. En especial respecto al domino de nosotros mismos, sabemos bien que estamos expuestos a que las fuerzas situacionales nos dobleguen y nos conduzcan hacia donde no queríamos dirigirnos. Ante conductas indeseables, hace falta admitir que también “hubiese podido ser yo”. Nadie está libre de caer en la maldad, aunque también es cierto que nadie esta negado para manifestar bondad. Acierta Joan Carles Mèlich cuando nos dice que “Auschwitz nos enseña que un ser humano es un ser capaz de lo mejor y de lo peor, y que lo más monstruoso de los monstruos es su “normalidad”. Por eso hay que estar al acecho y pensar que, en cualquier momento, en el interior de un mundo civilizado, puede aparecer el horror. ” Por lo tanto, humildad, vigilancia y esperanza.
Cuando pensamos en cómo traducir estos puntos de vista a propuestas curriculares, ante todo perseguimos un objetivo básico: ¿cómo propiciar la toma de consciencia de la vulnerabilidad humana respecto de situaciones histórico-sociales y personales? Para conseguirlo, además de reflexionar directamente sobre las ideas que acabamos de exponer, es recomendable tener en cuenta principios y recursos como los siguientes:

1) trabajar en favor de la memoria de hechos que no debemos olvidar y hacerlo con medios documentales, cinematográficos y literarios que pueden ayudar a ver y sentir los hechos desde la posición de las víctimas ;

2) para prevenir y “vacunar”, considerar la posibilidad de realizar ejercicios socioafectivos y de simulación que al colocarnos en situaciones análogas a la realidad conflictiva nos pueden mostrar la propia debilidad , a veces el simple visionado de cintas que documentan ejercicios de esta naturaleza pueden ser junto con la reflexión que desencadenan una tarea suficiente;

3) para analizar situaciones vividas personalmente, promover ejercicios de autoconocimiento que permitan un trabajo de análisis que ayude a detectar momentos en que las condiciones del entorno han doblegado nuestra voluntad;

4) usando una metodología de proyectos, analizar situaciones socio-históricas de injusticia para reconstruir los procesos que las han desencadenado y las actitudes de los actores implicados;

5) con la voluntad de inocular esperanza pese a la vulnerabilidad antropológica, se debe impulsar la implicación del alumnado en acciones de utilidad social , así como esforzarse por transmitir la idea que entre todos podemos lograr torcer las leyes sociales y las previsiones más tenaces: los humanos no somos esclavos de la historia ni de la sociedad.

Para limitar la vulnerabilidad antropológica: reconocimiento del otro y apoyo mutuo. Cualquier programa de educación en valores pretende precisamente eso: preparar mejor a los individuos para que sepan resistir las fuerzas situacionales que pueden doblegar les y, por lo tanto, ayudarles a ser autónomos y dueños de sí mismos. Para conseguirlo conviene abandonar dos imágenes contrapuestas de la posición del sujeto en su medio vital: la del sujeto individualista que se aísla del entorno y la del sujeto diluido que se entrega a la colectividad. Ni una postura ni la otra lo fortalecen ante las fuerzas situacionales, en el primer caso porque desde la soledad se resiste mal la presión y en el segundo porque ya se ha cedido a la fuerza del grupo. Sin embargo, los sujetos ni están solos ni diluidos: están vinculados unos a otros por el reconocimiento y el apoyo mutuo. En el otro descubrimos una obligación moral y a la vez una fuerza que nos sostiene.
Si miramos con más detenimiento la apertura a los demás y el apoyo mutuo podremos ver que no se presentan como una totalidad homogénea, sino que se manifiestan a través de figuras bien diferenciadas que nos dan pistas para desarrollar un currículum de educación en valores. Nos estamos refiriendo a formas como el encuentro interpersonal o relación afectiva, el diálogo o relación comunicativa, y la participación en proyectos o relación de cooperación.
La primera forma de apertura a los demás se produce a través del encuentro cara a cara. En este espacio interpersonal de relación aparecen los sentimientos que nos vinculan con los demás y nos ayudan a enfrentarnos a las dificultades vitales. El afecto, la amistad y el amor se vuelven verdaderos mecanismos sociales o procedimientos morales que marcan una dirección de valor que puede actuar como horizonte normativo . Sabemos bien que no es posible educar en valores sin una relación de afecto con los educadores y con los iguales, ambas se deben construir mediante prácticas pedagógicas que resalten la ayuda entre iguales y la voluntad de escucha y cuidado hacia el alumnado por parte de los docentes .
La segunda forma de apertura a los demás se produce a través del diálogo. En este espacio interpersonal de relación se ponen en juego un conjunto de mecanismos comunicativos que nos permiten mantener intercambios constructivos con los demás a propósito de los temas que afectan a los interlocutores. En la medida que los procesos de diálogo están orientados a obtener una mayor comprensión entre los participantes y si procede un cierto nivel de acuerdo entre ellos, el diálogo se convierte en un potente instrumento moral y en una pauta de valor compartida por cualquier sujeto capaz de hablar . En su traducción curricular el diálogo se presenta de modo prioritario en momentos como las clases de tutoría o de educación para la ciudadanía, en las asambleas de clase y, en definitiva, en cualquier otro momento en que el intercambio se convierta en protagonista de la sesión.
La tercera forma de apertura a los demás se produce a través de la participación en proyectos de intervención en el mundo natural o social. En este espacio de relación se utilizan una serie de procedimientos de trabajo conjunto que nos permiten realizar propuestas acordadas de intervención sobre la realidad con el ánimo de optimizarla. En la medida que la realización de proyectos conjuntos está dirigida por mecanismos de cooperación entre todos los participantes y orientada en dirección a una transformación optimizadora de la realidad, el trabajo en proyectos compartidos se convierte también en un fuerte dinamismo moral y en un espacio de valores para cualquier ser humano. Propuestas como el aprendizaje servicio son un ejemplo excelente de este nivel de reconocimiento mutuo .
Por último, sería un error pensar que los caminos de la intersubjetividad que hemos recorrido olvidan la autonomía y la autorrealización en el ámbito de la reflexión moral. Únicamente podemos hablar de moralidad cuando reconocemos en cada sujeto la capacidad de dirigirse a sí mismo –autonomía– y la posibilidad de construir una biografía satisfactoria –autorrealización. Sin embargo, autonomía y autorealización derivan de la intersubjetividad: ambas se gestan a partir de procesos previos de socialización y abertura a los demás. Muchas prácticas educativas contribuyen a formar estos aspectos esenciales de la personalidad, pero quizás merece la pena citar aquellas que toman los procesos de clarificación y autobiografía como ejes de sus propuestas .
Reconocer y apoyarse en los demás, implicándose en prácticas de amistad, de diálogo y de cooperación, así como reconocerse a sí mismo, esforzándose por construir una personalidad autónoma y una biografía satisfactoria, son herramientas para combatir la vulnerabilidad antropológica: maneras de fabricar humanidad.

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