La "integración" o civilizando al extranjero

“La integración” o civilizando al extranjero

Dani Wagman

Uno de los conceptos clave a la hora de tratar la “problemática” de la inmigración es el de “integración”. Se trata de un término que manejan desde las ONG´s o grupos de solidaridad con los inmigrantes hasta las voces que les tienen más bien poca simpatía. De partida hay que sospechar de un uso tan universal de un concepto con un grado tan alto de ambigüedad e indefinición sobre lo que es y lo que implica como “solución”. Más aún cuando los discursos de la “integración” encierran en muchos casos una visión claramente xenófoba: la falta de integración de los inmigrantes se debe a sus propias deficiencias. Corolario a esta idea es que la integración requiere que los inmigrantes se transformen, se eduquen y adquieran los valores (superiores) “españoles”. Esta idea se puede encontrar incluso entre muchas personas que expresan simpatía y solidaridad hacia los inmigrantes. Eso sí, estos últimos se desmarcan de un discurso explícitamente xenófobo porque sostienen que el problema está en que la administración no otorga suficientes recursos para impulsar que los inmigrantes emprendan esta transformación civilizadora.

Es ilustrativo comparar cómo se emplea el concepto de integración en la España actual con el uso del mismo concepto por los afroamericanos en su lucha por los derechos civiles en los EE.UU. de los años 60. Para ellos la demanda de integración era clave ya que un racismo institucionalizado les obligaba a soportar una segregación física brutal. Los afroamericanos no podían vivir en determinados barrios, ni asistir a determinadas escuelas, ni acceder a muchos puestos de trabajo o servicios públicos. La segregación se hacía presente incluso en los asientos de los autobuses o en los baños públicos. En este contexto, la demanda de integración se articuló para derribar las barreras de discriminación racial a la participación y al acceso a todas las esferas de la sociedad y a los derechos fundamentales.

Esto actualmente ha dado un giro radical y el concepto de integración esconde en muchos casos la idea de que, para que los inmigrantes puedan integrarse, tienen que modificar su forma de actuar y sus valores. El problema no se localiza en las barreras de discriminación existentes sino que reside en la naturaleza y en las deficiencias de los extranjeros y de las culturas de las cuales proceden. Hay varios problemas con este discurso. En primer lugar, se basa en una visión mítica y muy alejada de la realidad de España como una cultura y una sociedad unida, bondadosa, coherente y homogénea (y superior) en la que los no-españoles deben integrarse. En segundo lugar, parte de la idea de que el inmigrante perturba, debilita y amenaza esta sociedad en estado de gracia. En tercer lugar, permite ignorar las múltiples discriminaciones e injusticias que padecen los inmigrantes. Y, por último, encierra un concepto fuertemente autoritario sobre la participación, obligaciones y derechos de las personas.

Empecemos por el primer tema en cuestión: la concepción de España, o de cualquier otra nación moderna, como una sociedad y una cultura unidas, armoniosas y claramente diferenciadas de otras. Esta concepción parte de la creencia en la existencia de rasgos objetivos de identidad entre los nacionales de un país y que estos rasgos esencian y unifican a la colectividad, lo cual resulta gratificante: “*Nos resulta agradable el hecho de que las personas que nos rodean compartan nuestros gustos gastronómicos, nuestras fiestas religiosas, nuestras diversiones, nuestra cultura, esa normalidad que en el fondo no es más que el deseo de parecerse a los demás (…) nos tranquiliza cuando salimos a las calles y los demás son espejos que reflejan nuestra lengua, nuestros gustos y nuestras creencias.*”1 . Estas palabras de Fernando Savater, en teoría un acérrimo crítico de posiciones nacionalistas, fueron pronunciadas en una conferencia en la cual argumentaba que sociedades como la española han sido muy homogéneas hasta ahora, pero que la inmigración, producto de la globalización, podría representar una amenaza a esta homogeneidad.

Si bien es cierto que la mayoría de los individuos están más a gusto si se sienten arraigados e identificados con una comunidad, tal identificación no depende de factores objetivos como una “forma de ser” o como la igualdad de credo o religión, ni mucho menos de los gustos o la gastronomía. El sentimiento de arraigo depende de factores subjetivos: construimos sensaciones de pertenencia. Si hay voluntad e interés se pueden fomentar procesos para lograr cercanía e identificación entre los miembros de una comunidad por muy diversas que sean las personas que la compongan; así como, por el contrario, se puede también provocar dinámicas que incentiven la diferencia.2

Desde luego, decir que la sociedad española es homogénea porque “nos gusta salir a la calle y escuchar nuestro idioma” no cuadra con la experiencia de un país en donde el primer idioma para millones de sus habitantes no es el castellano. Tampoco suena demasiado real en una nación en la que las radicales diferencias de creencias dieron lugar a una de las guerras civiles más cruentas de la Europa contemporánea y a cuarenta años de feroz represión basada en una ideología fascista rechazada por gran parte de la población. Además, la idea de que compartir fiestas religiosas sea un elemento esencial para la cohesión (realidad que la descentralización autonómica ha desvirtuado en buena medida) omite que en muchos países de nuestro entorno conviven católicos, protestantes y otras personas de sectas no cristianas sin que ello implique un “desagradable” sentimiento de desarraigo.

En definitiva, este discurso enfatizador de la homogeneidad y la unidad ignora la diversidad3 y refuerza una visión autoritaria y banal sobre cuáles son los “verdaderos rasgos de identidad nacional”. Obstaculiza asimismo la construcción de dinámicas sociales que permitan a cualquier tipo de personas sentirse participantes en las mismas y vinculadas a sus vecinos.

Otro elemento falaz del discurso de la “integración” con relación al inmigrante y a la identidad nacional es la creencia de que los extranjeros chocan con esta última, así como que la debilitan. Esta idea contiene una percepción de las personas inmigrantes como perturbadoras por su forma de ser, por sus valores o sus hábitos, vistos implícitamente como inferiores en comparación con los “valores nacionales”. A veces la amenaza se expresa, como ya hemos visto, como un problema de conflictividad y violencia, mientras que otras veces se manifiesta en temores tales como que “estamos perdiendo lo nuestro” o bajo peligro de “contaminación”. Esta concepción permite, funcionalmente, culpar a un colectivo ajeno por las deficiencias propias de nuestra sociedad. Si el sueño de una nación homogénea y armoniosa no se ve realizado no es porque se trate de un sueño infantil y simplista sino, en cierto modo, porque elementos extraños lo están impidiendo. Si nuestra vida cotidiana nos parece más insegura, más precaria, menos solidaria y más solitaria, nos abruma pensar que todo ello pueda tener que ver con las dinámicas fundamentales de las sociedad modernas, post-fordistas, consumistas, globalizadas e individualistas. Frente a la sensación de aprehensión, de cambios que no logramos comprender e inseguridad imaginamos y añoramos un mundo idílico, que fue feliz en un pasado y que continuaría siéndolo si no fuera por los elementos externos que lo perturban. En la actualidad, el inmigrante es el candidato perfecto para jugar ese papel.

Un fascinante ejemplo de este discurso fue publicado hace poco en El País, en un artículo de opinión que hablaba del barrio de Lavapies en Madrid, sobre el cual existe la creencia de que sufre una profunda decadencia a causa del aumento de vecinos inmigrantes. El escrito pintaba un retrato del barrio en los años 50, donde el autor había vivido de niño: “*Nunca olvidaremos el barrio madrileño y sus gentes. Todos los tópicos sobre el Madrid acogedor y el aire vivo de sus chicas se quedarían cortos (…) y los serenos te abrían el portal por las noches y las calles eran tranquilas y seguras*”. Pero el autor comenta a continuación como ahora las mismas chicas de ayer: “*comprueban que los pisos de enfrente, de abajo y arriba los tienen alquilados inmigrantes de distintos colores y acento (…) docenas de ellos viven en cada piso (…) las calles a deshora son un peligro cierto (…) y miran desde las esquinas los bancos llenos de jóvenes magrebíes.*”4

Una de las grandes películas del neorrealismo español, Surcos, de Nieves Conde, rodada en 1952 en este mismo barrio, refleja una imagen muy diferente de la que se describe en el artículo. Una familia de inmigrantes de la España rural llega al barrio, en donde encontrarán hacinamiento, pobreza, exclusión, prejuicios y caciquismo. Esto, según la historia del filme, conduce a la hija de la familia a la “mala vida” y a la muerte del hijo en un tiroteo. Pero esta dura realidad de ayer se transforma hoy en una fantasía idílica y añorada que se ha arruinado por culpa del extranjero.

La revisión del Lavapies de los años 50 nos ayuda a interpretar los actuales estereotipos sobre los inmigrantes extranjeros pues son muy parecidos a los estereotipos que se aplicaron a los inmigrantes rurales en la posguerra española: individuos incultos, conflictivos, rudos y proclives al delito que poblaban los grandes barrios chabolistas de la periferia (y no olvidemos a los charnegos y maketos). La construcción de los estereotipos estigmatizadores no obedece tanto a que existan diferencias “culturales” como a que existan relaciones de dominación5: “*No son las diferencias las que están en el origen de la discriminación sino más bien al revés: las relaciones preexistentes de poder y de desigualdad son las que desencadenan un clima de confrontación que utiliza las diferencias como excusa o coartada para ejercer el dominio*”6. Los discursos que exacerban la importancia de la diferencia cultural y exigen cierto modo de “integración” encubren la cuestión fundamental de las relaciones de dominación.

Así, la supuesta diferencia con el extranjero se recalca constantemente con la afirmación de que los inmigrantes tienen que aceptar y adquirir los valores de España. Pero ¿de qué valores se habla? ¿Solidaridad, tolerancia, respeto hacia el prójimo, perdonar en lugar de vengar, generosidad, rechazo a la violencia? ¿Cómo y dónde se miden, cómo se sabe que los valores de los extranjeros son “peores” que los de los españoles? La exaltación de los valores autóctonos nunca se concreta, sólo sirve para dejar constancia de su superioridad en comparación con los de los inmigrantes, lo que a su vez permite que nunca se sometan a examen ni se plantee cómo potenciarlos. Por definición tenemos valor7.

Es curioso ver que muchos de los estereotipos o etiquetas referidos a los inmigrantes tienen que ver con que son molestos. Comentarios sobre lo ruidosos que son, que viven muchos juntos en los pisos y ponen la música alta, o el olor de sus extrañas comidas… En el artículo sobre Lavapies antes citado se les acusa de ocupar los bancos en las plazas. Una de las quejas que se escuchan con frecuencia se refiere a cómo los domingos llenan algunos parques urbanos: “beben y lo dejan todo hecho una mierda”. Un artículo aparecido recientemente en prensa sobre los inmigrantes en los parques de Madrid es un ejemplo ilustrativo de esta tendencia. Contiene, en su página larga de extensión, docenas de referencias de peleas, actividades ilegales, borracheras y ruidos, e incluso recuerda que se han producido muertes violentas en alguno de estos parques. El hecho de que aporte el dato de que “los índices de delincuencia no son superiores a los de cualquier otra parte de la ciudad” no le resta fuerza a la imagen que pretende mostrar de conflicto y desorden8.

En clara contraposición, nadie se queja de la basura que hay los domingos al terminar el Rastro. Claro, enseguida vienen barrenderos municipales a limpiarlo y quizás sea más digno ensuciar las calles si es para llevar a cabo una activad comercial, pero no tanto si es sólo por diversión. Tampoco se repara en que si muchos inmigrantes beben en los parques es porque no tienen dinero para hacerlo en las terrazas. Si se juntan muchos en los espacios públicos es también porque en sus casas viven hacinados. La actividad de juntarse en los parques los domingos no tiene nada que ver con valores distintos ni con falta de integración ni incivismo, sino más bien con oportunidad. Pero se les ve como molestos. Es curioso advertir cómo la creciente privatización de la vida y la imposición de valores y estilos de consumo de la clase media hace más visibles y “pone en evidencia” a las personas que no tienen los medios para llevar a cabo actividades fuera del espacio público o en espacios públicos de pago. Esta visibilidad molesta, y cuando se habla de integración se imagina (aunque no se llegue a hacer explícito) que es justo hacia ese modelo de clase media hacia donde se tiene que “inmigrar”.

Hay costumbres y hábitos de personas de una misma sociedad que pueden mostrar tendencia a compartir y asumir en cierto grado y que pueden resultar chocantes o molestas a personas de otros lugares, sin que se pueda afirmar que son peores o mejores, ni que sean indicativos de ningún valor importante. En algunas culturas, por ejemplo, las personas al conversar sitúan su cara muy cerca de la de su interlocutor, y esto nos molesta. El hábito español de tirar al suelo servilletas, colillas y cabezas de gambas en los bares resulta desagradable para personas de otros países. La costumbre inglesa de pagar por separado las cuentas en los bares cuando se va en grupo nos molesta. El problema es que gran parte del material que utilizamos para construir nuestra imagen de las personas de otras sociedades lo constituyen justamente esos tipos de costumbres que poco importan a la hora de conocer y valorar a las personas. Es un grave error confundir conceptos como “valores” o “cultura” por un lado, y por otro, costumbres, hábitos o estéticas. Y es otro error creer que si algo nos molesta de otra persona se trata de un problema suyo de incivismo, agresión o falta de respeto o integración.

  1. Savater, F.:“Convivencia y diversidad en un mundo globalizado” en La vivienda, un espacio para la convivencia intercultural. Ed. IRIS, Madrid 2002, p.14.
  2. Un caso de estudio de gran interés es el del Israel sionista, una de las sociedades más unidas de una manera extraordinariamente exclusivista, a la vez que una de las más heterogéneas del mundo. Su población se compone de individuos de docenas de países, etnias, lenguas, trayectorias, tradiciones, e incluso de una enorme diversidad de formas de vivir el judaísmo. Sin embargo, han construido una sociedad con una profunda “sensación” de identidad y esencia nacional pese a la enorme diversidad y falta de rasgos objetivos comunes, y con sólo poco más de 50 años de historia. El uso de la memoria del Holocausto y el recordatorio constante de la “amenaza” de un nuevo exterminio, el hebreo, los kibutz y el sueño utópico” de estar construyendo la tierra prometida han sido algunos de los elementos claves de esta construcción.
  3. “Diversidad” es otro concepto que se emplea mucho sin que se sepa muy bien qué significa. Habría que especificar más cuando se usa esta palabra, aunque, en todo caso, sería deseable dotarla de un significado compatible con una idea aparentemente opuesta: lo muy parecidos que somos todos los seres humanos en nuestras necesidades, motivaciones y deseos. Tener familia o vínculos duraderos con otras personas, sentirnos respetados, poder participar, sentir seguridad, apreciar la belleza, es lo que buscamos todos y lo que da una profunda base común sobre la que construir sociedades unidas acogiendo una gran diversidad.
  4. Pérez Cebrián, José Luis: “Los otros inmigrantes de Lavapies”, en El País de 15 de junio de 2002.
  5. Es más que ilustrativo el hecho de que los mismos estereotipos sean aplicados en todos los procesos coloniales hacia los pueblos subyugados, igual que para el caso de diversas minorías étnicas autóctonas.
  6. Colectivo IOE: Discriminación laboral de los inmigrantes en España, Madrid, 2000
  7. Una de las pocas ocasiones en que se especifican los valores es cuando se afirma que los inmigrantes tienen que respetar los valores “democráticos” españoles. Lo irónico de esta afirmación es que muchos de ellos vienen de países con trayectorias democráticas igual o más arraigadas que la española y que la legislación de extranjería deniega algunos derechos democráticos fundamentales, como, por ejemplo, la imposibilidad de que los extranjeros residentes puedan ejercer el derecho al voto.
  8. Hidalgo, Susana: “El pequeño Ecuador Verde”, en El País de 28 de abril, 2003.

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