La construcción de la exclusión

La construcción de la exclusión

Ignasi Álvarez Dorronsoro

1.La nación fundada en el linaje

El modelo etnonacional pone el énfasis en una identidad colectiva naturalizada, en una comunidad fundada no en el contrato sino en el linaje y en la obligación de conservar la herencia cultural. Esa obligación, excepto cuando los candidatos a la inclusión son parientes étnicos, autoriza a negar la entrada en el territorio nacional o a excluir de la ciudadanía a quienes se defina como ajenos a la “herencia cultural de la comunidad”.

La singularidad política de Alemania respecto a la experiencia británica o francesa radica en la existencia de una comunidad de lengua y cultura germánica, una “nación cultural”, sin Estado y sin ciudadanía, previa a la constitución de Alemania como Estado moderno en 1871. El proceso de conversión del Estado territorial prusiano, que daba acomodo a súbditos de lengua no germánica y de tradición católica, en un Estado nación muestra como el modelo de construcción nacional de la pequeña Alemania en el paso del Estado Territorial al Estado nación legitima nuevas formas de exclusión de quienes no se ajustan a la nueva definición de la identidad nacional.

Para sus críticos nacionalistas, el Estado nación alemán, fundado por Bismark en 1871, era “incompletamente” nacional” en varios sentidos: 1) Ponía el acento más en el Estado como territorio y en la comunidad política que en una nación definida en términos etnoculturales; 2) consecuentemente con ello, reconocía como ciudadanos regidos por una ley común a quienes, sin ser de ascendencia alemana, (judíos y polacos) habían sido súbditos de Prusia y de los estados que componían la nueva Alemania. Quienes sostenían con más fuerza la primacía de la dimensión etnocultural de la nación seguían definiendo a Alemania como una “nación inacabada” por dos motivos: 1) la existencia de comunidades germánicas (10 millones de alemanes austriacos) fuera de las fronteras del nuevo Estado y 2) la presencia de ciudadanos de origen étnico no alemán: franceses, daneses y, sobre todo, dos millones y medio de polacos en Prusia Oriental. Estos se sentían súbditos prusianos pero difícilmente podían sentirse alemanes o futuros alemanes en sentido étnico. La existencia de esas minorías era contemplada ahora como un grave obstáculo para la constitución de una nación etnocultural homogénea ya que esas minorías ponían en cuestión el nuevo principio étnico para el trazado de las fronteras que acabaría imponiéndose al Estado territorial prusiano defendido por Bismark: “Los poloneses no pertenecen a ningún otro pueblo y a ningún otro Estado que Prusia, al que yo pertenezco también” (Brubaker 1997)

A partir de la creación de la “Pequeña Alemania” esa política va asociada progresivamente a una germanización etnocultural al servicio de la constitución de un Estado nacional homogéneo. En esos años son expulsados de Prusia más de 30.000 polacos y judíos, de nacionalidad rusa o austriaca. La inmigración de nuevos trabajadores poloneses fue prohibida. La nacionalización de extranjeros de origen eslavo o judío se hace más restrictiva. La reforma de 1913 de la legislación alemana desvinculó la atribución o la pérdida de la nacionalidad de cualquier principio de residencia territorial y consagró la ascendencia germánica como único criterio de atribución de la nacionalidad definida como una comunidad de linaje. La inmigración no germánica, sobre todo los polacos y judíos, era un obstáculo para constituir una nación etnoculturalmente homogénea.

La ley de nacionalidad de 1913 siguió vigente durante el periodo nazi y se mantuvo después hasta el año 1991. Las leyes de Nuremberg de 1935 desarrollaban plenamente el programa del partido nazi según el cual lo que definía a los ciudadanos de pleno derecho era su lealtad al Estado y el ser de sangre alemana o emparentada. Ninguna persona de origen judío podía ser ciudadana de pleno derecho y sólo podía aspirar a ser un súbdito bajo la protección del Estado, derecho que perderían si abandonaban el territorio nacional1.Después de la guerra Alemania volverá a ser una nación sin Estado. Ello, unido a la expulsión en 1950 de 12 millones de personas de origen alemán, muchos de los cuales no habían sido nunca ciudadanos alemanes, de Europa del este y de la URSS, alimentó la pervivencia de la definición de la nacionalidad en términos de ascendencia étnica exclusivamente.

En el año 1991 se liberalizaron las normas de naturalización y el ius soli comienza a reconocerse como un principio de atribución de la nacionalidad. En 1990 había en la RFA un millón de residentes extranjeros nacidos en Alemania. En junio de 1993, a raíz del asesinato de cinco mujeres turcas en Alemania, el entonces presidente Richard Weizsäcker se preguntaba: «No hablamos con demasiada facilidad de turcos ¿No estamos usando una expresión que se basa más en el pasaporte que en la vida ¿Queremos decir que esta persona debe seguir siendo un extraño?¿No sería más sincero y humano decir ciudadano alemán de origen turco? En defensa de la concesión de la nacionalidad a los residentes de origen turco Weizsäcker afirmaba: Viven bajo las reglas del Estado alemán pero sin poder, como otros ciudadanos, influir en él. ¿Deberá ser siempre así?. Para ellos, Alemania es su patria. No queremos hacer de ellos unos extraños, aunque no por eso tienen que negar sus lazos con las generaciones pasadas2”

2.Una inclusión con límites

A diferencia de Alemania, Francia era un Estado territorial burocrático consolidado antes de ser un Estado nación. En 1.863 a lengua francesa continuaba siendo un idioma extraño para un número importante de franceses. La revolución convirtió a los súbditos en ciudadanos. Las instituciones del Estado construyeron una identidad nacional sustitutiva de las identidades locales, convirtiendo ron a los campesinos en franceses. Tendrán que llegar las carreteras, las vías férreas, las escuelas públicas, el servicio militar, los mercados, y la prensa para convertir a los campesinos en franceses “La cultura francesa no se convierte en nacional hasta los últimos años del siglo XIX”. (E. Weber 1983) y (Sahlins 1996)

La Constitución de 1791 confirmó y codificó el criterio de que los hijos de padres franceses, los nacidos en Francia de padres extranjeros y los extranjeros con más de 5 años de residencia eran considerados franceses. La atribución de la ciudadanía por parte del Estado se seguía haciendo a través del ius soli. En 1889 se intentó sin éxito por parte de los sectores conservadores eliminar el ius soli como principio de atribución de la nacionalidad. Nadie defendía el ius soli como criterio único de atribución de la nacionalidad, pero nadie tampoco se atrevía a proponer el ius sanguinis como único criterio dada la distinción ya arraigada en la tradición francesa entre la nacionalidad jurídica conferida por el Estado y la nacionalidad etnocultural.

El arraigo del ius soli reposaba en sólidos fundamentos: 1) la vinculación a la nación, entendida como lealtad a la República, de los nacidos en Francia de padres extranjeros que manifestaban al llegar a la mayoría de edad su voluntad de ser franceses; 2) la confianza en la capacidad de las instituciones para asimilar a través de la escuela y la residencia prolongada a los nacidos en Francia de padres extranjeros. “La tradición republicana del ius soli está desde 1889 basada en un principio: los niños nacidos en Francia de padres igualmente nacidos en Francia son franceses desde el nacimiento, porque dos generaciones nacidas en Francia han permitido que se produzca una total asimilación3 ; por otro lado, los niños nacidos de padres extranjeros no nacidos en Francia son franceses cuando llegan a la mayoría de edad, es decir, en el momento en el que, gracias especialmente a la escuela, la influencia de la sociedad se considera que prevalecerá sobre la eventualmente contraria de la familia”. (Weil 1991) La idea clave de la tradición Republicana es una presunción de socialización a través de la residencia y de la escuela, una presunción que no admite prueba en contrario.

El modelo de acceso a la ciudadanía a partir de la residencia estable es potencialmente incluyente de los que ya están dentro. Pero legitima en nombre del interés nacional la exclusión de aquellos a quienes no se permite el acceso al espacio del Estado nacional. La llegada de inmigrantes se ha venido justificando, en general, no en nombre de la solidaridad con los desheredados sino apelando al interés nacional. Ese interés nacional puede definirse en términos demográficos: la necesidad de invertir la tendencia al envejecimiento de la población mediante la llegada de familias jóvenes con tasas de natalidad más altas que las de la población nacional; ese interés puede establecerse también en términos de necesidad general de mano obra en los periodos de expansión económica, o, de manera más restringida, como una necesidad que afecta a determinados sectores productivos o de servicios. Si ambas lógicas, la de cubrir el déficit demográfico y la de necesidad de mano de obra van unidas, es más probable que se desarrollen políticas de integración de esas familias inmigrantes. Si sólo prevalece la lógica económica, ni la vivienda ni la estabilidad legal del estatuto de residente, que condiciona y hace posible el reagrupamiento familiar será un objetivo de los poderes públicos.

La lógica económica subyacía al modelo de inmigración dominante en Europa después de la II Guerra mundial. En 1963 G. Pompidou afirmaba: “La inmigración es un medio de relajar los mercados de trabajo y de resistir a la presión social” (Weil 1991) Los poderes públicos que no inclinaba a priorizar una acción costosa para mejorar las condiciones sociales de un colectivo al que no se quería ver instalado definitivamente. Tampoco los estados de origen veían con agrado una perspectiva de instalación permanente de “sus” inmigrantes. Los centros degradados de ciudades primero, y las periferias después, se convertirán en el punto de encuentro de los nuevos inmigrantes, muchos de ellos de origen argelino. Una sociedad que percibe a las personas inmigrantes como mano obra temporal y no como futuros ciudadanos no se plantea la necesidad de políticas de integración.

Lo que se define como interés nacional cambia cuando en los periodos de depresión económica el paro se convierte en un problema grave. Tanto en los años treinta como en los años setenta, la reducción del flujo inmigratorio y la repatriación, a veces forzada, de los inmigrantes fue defendida en nombre del interés nacional. Las medidas dirigidas a la restricción del flujo inmigratorio desde mediados de los años 70 fueron bautizadas retóricamente como “políticas de inmigración cero”. Pero ello no significa que las políticas de restricción de flujos migratorios fueran puramente retóricas. La inmigración de mano de obra no cualificada se reduce de forma notable lo que refleja también la crisis de un modelo industrial intensivo en mano de obra.

Cuando los socialistas llegaron al poder en Francia en el año 1981 con la victoria en las elecciones presidenciales de François Mitterrand, se abre un nuevo periodo en el que, junto a cambios significativos, se puede apreciar también los elementos de continuidad con las políticas de inmigración anteriores y la dependencia existente entre coyuntura económica y regulación más o menos severa del flujo migratorio.

En el programa electoral, formulado el año 1978, figuraban sólo tres propuestas sobre la inmigración: “1. Las discriminaciones que golpean a los trabajadores inmigrantes serán suprimidas; 2. La igualdad de derechos de los trabajadores inmigrados con los nacionales será asegurada (trabajo, protección social, ayuda social, paro, formación continuada); 3. Derecho de voto en las elecciones municipales a los residentes extranjeros con cinco años de presencia en el territorio francés; el plan fijará el número de trabajadores extranjeros admitidos en Francia. La lucha contra el tráfico clandestino será reforzada” (Weil 1991)

Nadie, a excepción de la extrema izquierda y de algunas organizaciones sociales de Derechos Humanos, reclamaba reabrir el flujo legal de trabajadores inmigrantes que había quedado clausurado desde el inicio de la crisis económica en 1974. La “regularización” de todas las familias en situación irregular, la reapertura completa del reagrupamiento familiar y la liberalización del derecho de asociación de los extranjeros, serán las medidas más significativas del primer año de gobierno.

La frontera de la ilegalidad colocará en un lado a los regulares y a los ahora regularizados y en el otro a quienes lleguen de manera irregular en el futuro. Los empresarios son conminados, y al tiempo incentivados con una amnistía, a regular la situación de los trabajadores que mantienen en situación irregular. Paralelamente el control fronterizo será reforzado De ese modo, “al tiempo que la inclusión de los regulares, a los que se reconocía su condición de inexpulsables era adquirida, la exclusión de los irregulares era admitida”. ”(Weil 1991) La persecución y expulsión de los irregulares, que el gobierno socialista hacía de manera dubitativa para no decepcionar a una parte de su electorado lo hará el gobierno de la derecha cuando vuelva al poder en régimen de cohabitación en 1986

La propuesta de “puertas abiertas” ha sido defendida en los últimos años por algunas organizaciones de derechos humanos y de solidaridad con los inmigrantes “sin papeles”4. Reemplazar el principio de cierre de fronteras por el de libertad de circulación, lo que implica derogar la potestad de los Estados para regular el acceso de personas extranjeras en su territorio, es una propuesta que puede apoyarse en sólidas razones morales: la globalización que se impone a los países del Sur; la deuda de la colonización; las situaciones de vulnerabilidad, inestabilidad y explotación intolerables desde el punto de vista de los derechos humanos en que se coloca a las personas inmigrantes en situación irregular; el sufrimiento que se les causa incluso aunque finalmente puedan ver regularizada su situación. También es sólida la apelación, no siempre explícita, a un ideal moral universalista, de raíz estoica y cristiana, que reivindica una ciudadanía moral cosmopolita que no establece distinción entre nacionales y extranjeros a la hora de valorar su sufrimiento o reclamar nuestra solidaridad5.(No cabe excluir que en otros casos la defensa de “las puertas abiertas” puede tiene un sentido más instrumental: construir un discurso radical para alimentar una identidad diferenciada)

Algunos de los argumentos económicos que aducen esas organizaciones para justificar su propuesta merecen también ser tomados muy en cuenta: la deslocalización de empresas aumenta el paro más que los inmigrantes; se culpa a los inmigrantes del deterioro de protección social cuando ésta está vinculada a la ideología que inspira el modelo liberal de globalización o se les hace responsables de la degradación de determinados entornos urbanos cuando en realidad sólo pueden acceder a ellos porque ya están previamente degradados. La existencia de una economía informal y desregulada en la construcción, la agricultura o la hostelería que no sólo aceptan sino que demanda una mano de obra flexible, barata y sin derechos como la que se ven obligados a ofrecer las personas en situación irregular.

Pero probablemente esas razones son insuficientes para hacer prosperar una propuesta como la de “puertas abiertas” que no tiene precedentes políticos en ningún país que permitan evaluar sus efectos, que cuestiona una idea muy arraigada de un Estado-nación fundado en la preferencia nacional, y que, por ello, cuenta con escaso apoyo en la opinión pública (no es casual que recientemente tanto Pujol como Aznar hayan acusado, sin ningún fundamento, a los socialistas que ser partidarios de las “puertas abiertas” cosa que estos se han apresurado a negar vivamente).

El argumento de que una medida de ese tipo no provocaría en épocas de crisis costes sociales y políticos muy serios resulta por lo menos cuestionable: 1. Las puertas abiertas nunca podrían ser una medida tomada aisladamente por un solo país de la Comunidad, so pena de atraer la cientos de miles de inmigrantes que están en situación irregular en los países de Europa. 2. La pretensión, que se aduce a favor de la propuesta de “puertas abierta” de que se produciría a través del mercado de trabajo una autorregulación de la presión migratoria funcionaría, si funciona, en plazos mucho más largos que los que el debate político permite y, en una situación con altas tasas de paro, tendría el efecto de disparar los gastos de protección social (si es que debe seguir habiendo protección social y no nos deslizamos hacia el modelo de los EEUU) 3. No está nada claro que esa autorregulación a través del crecimiento del paro en los empleos poco cualificados no tuviera consecuencias muy graves en términos de conflicto social y crecimiento de la xenofobia entre los sectores menos favorecidos, sobre todo si existen actores políticos dispuestos a articular el descontento social mediante un discurso xenófobo.

La legitimación social de la “regulación de flujos” nacional se funda en la “preferencia nacional” que forma parte del “nosotros” que el Estado nación construye y alimenta. Dicho de otro modo, sectores amplios de nuestras sociedades pueden apoyar o aceptar la solidaridad con el “Tercer Mundo” y reclamar que se destine el 0,7 del PIB a la solidaridad internacional. Pero si la solidaridad con los “excluidos” se percibe cono algo que puede reducir el bienestar de los “incluidos” los sectores que pueden apoyar esa solidaridad se reducen drásticamente. No es extraño que entre los argumentos para legitimar la inmigración uno de los más utilizados sea el de que esa inmigración hace una aportación económica y demográfica necesaria para el bienestar presente o futuro de los nacionales.

La utilización de ese argumento, no siempre tiene en cuenta que los costes y beneficios de la inmigración no se reparten de manera homogénea: Determinados sectores empresariales como la construcción, la hostelería y las explotaciones agrarias se ven beneficiados por la presión a la baja de los salarios que supone la existencia de mano de obra inmigrada en condiciones precarias. Pero quienes solo pueden aspirar a encontrar empleos poco cualificados se enfrentan a una mayor competencia. Por otra parte, la distribución territorial de los inmigrantes tampoco es homogénea. La presión sobre los servicios sociales puede ser distinta en unos municipios y otros. En muchas ocasiones son los barrios más degradados y las poblaciones más vulnerables en términos sociales las que las que deben compartir con los nuevos residentes la presión sobre unos servicios y equipamientos que no crecen proporcionalmente al aumento de la población. Ese es un problema que deben abordar las administraciones públicas si quiere evitarse la fractura social en los en los núcleos urbanos en los que se concentra la inmigración.

Es deseable que la opinión pública deje de considerar a priori los flujos migratorios como un peligro para nuestro bienestar o nuestra “identidad”. Es necesario eliminar la discriminación en materia de derechos entre nacionales y extranjeros que residen legalmente en el país. Es posible conformar una mayoría social que pueda aplaudir o, al menos, aceptar la igualación de derechos sociales entre nacionales y extranjeros, el acortamiento de los plazos para conseguir la residencia indefinida, mayores facilidades para el reagrupamiento familiar y que perciba positivamente e incluso apoye la necesidad de realizar regularizaciones extraordinarias atendiendo a criterios de arraigo más o menos arbitrarios, para reducir las bolsas de irregulares… Pero defender la eliminación de cualquier diferencia de estatus regulares e irregulares probablemente perjudicaría a los primeros sin favorecer a los segundos.

La fórmula del estado-nación aseguraba la inclusión interna externalizando la exclusión. La situación actual contempla la internalización de los dos procesos: la inclusión se acompaña de (demandas) de exclusión internas de la que los Frentes nacionales son la traducción política más explícita; porque la lucha entre «insiders» y «outsiders» se desarrolla a partir de ahora a la vez entre miembros de una misma comunidad nacional y entre miembros de comunidades diferentes en el interior de un mismo espacio residencial. (El hecho de que la exclusión social no afecte sólo a los no nacionales obliga a ser prudente a la hora de formular políticas sociales que tengan como únicos destinatarios a los inmigrantes)

  1. El traslado de los judíos a los campos de exterminio de Polonia les privaba de la “Protección del Estado Alemán”
  2. El País, 4 de junio de 1993
  3. “Asimilación” es un concepto que no tiene ya una definición unívoca. Su utilización se ha estigmatizado desde los años ochenta. Unas definiciones ponen el acento en la interiorización de los valores republicanos y las virtudes cívicas; otras, más culturalistas, enfatizan la convergencia progresiva de comportamientos entre las generaciones descendientes de padres inmigrantes y los comportamientos medios de la sociedad receptora.
  4. En Francia la FASTI (Fédération des associations de solidarité avec les travailleurs immigrés y el GISTI (Groupe d’information et de soutien des immigrés) han impulsado ese debate.
  5. Martha Nussbaum, Los límites del patriotismo, Paidós 1999. Compilación de las aportaciones de conocidos pensadores que participaron en un debate sobre Patriotismo y Cosmopolitismo a partir de texto de M. Nussbaum que da título al libro.

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