Interculturalidad y aprendizaje de lenguas extranjeras

Interculturalidad y aprendizaje de lenguas extranjeras

José Luis Atienza
Universidad de Oviedo

La interculturalidad se ha convertido en un concepto de moda en los últimos años. Un concepto en el que puede caber casi todo sin que, en contrapartida, comprometa necesariamente a nada, más allá de apuntalar simbólicamente nuestra buena conciencia. Así, se ha convertido en lugar común decir que la función educativa hoy es la de ayudar a construir en los sujetos una conciencia intercultural. A la vez, el aprendizaje de lenguas-culturas (con este guión que quiere indicar la inseparabilidad entre ambas realidades, que, de hecho, no harían más que una), sobre el que existe ya el consenso de que forma parte del nivel básico de alfabetización, se presenta por algunos como un instrumento indispensable de construcción de esa conciencia intercultural. Estas breves páginas pretenden hacer algunas consideraciones en torno a esos dos ámbitos y sus posibles articulaciones.
Concedamos, de momento, que la función de la educación, de modo especial de aquella que se realiza en el medio formalizado constituido por los distintos niveles del sistema de enseñanza, sea la de proporcionar a los educandos instrumentos para construirse una conciencia intercultural. ¿En qué podría, entonces, consistir dicha conciencia? ¿Qué objetivos podría plantearse, al respecto, ese sistema de enseñanza? Como no hay espacio aquí para cuestiones previas, revisiones doctrinales, discusiones, argumentaciones ni matices, me contentaré con proponer lo que hace unos años, junto con unos colegas, sugería en la propuesta para un currículo de asturiano que nunca vio la luz. Definíamos entonces lo que allí denominábamos competencia intercultural como la capacidad que los alumnos deberían poder adquirir para:

a) ser conscientes de la diversidad de ideas y de prácticas que se pueden encontrar en las distintas comunidades lingüísticas;
b) establecer entre esa diversidad de ideas y de prácticas relaciones de reciprocidad que les permitan llegar a interpretar y compartir vivencias, formas de entender el mundo, etc.;
c) imaginarse en un rol cultural distinto al propio, de modo que ese cambio de perspectiva permita entender al otro a través de uno mismo y a uno mismo a través del otro;
d) comprender las leyes que rigen la organización y el funcionamiento de cada cultura, es decir, comprender cómo son producidos o construidos y cómo interactúan los valores, la lengua y las normas de la cultura propia o ajena, aprendiendo así a admitir y a apreciar la existencia de lo distinto;
e) aceptarse, en definitiva, como ser culturalmente en evolución permanente, obligado a encontrar su madurez y coherencia en la multiplicidad y la incertidumbre que caracterizan hoy la condición del ser humano.
Todo un programa que el mundo cambiante en el que vivimos, fruto de las distintas modalidades de transfronterización que nos cabalgan y sobre las que cabalgamos: viajes formativos, turísticos y profesionales, uso y abuso de los telemedia, desplazamientos migratorios…, hace sin duda necesario y que exige, para poder ser cumplido, que los formadores hayan alcanzado ellos mismos esas metas hasta un grado tal que les hayan capacitado para dar un paso más: convertirse en mediadores culturales. Claro que el concepto de interculturalidad no puede hacer únicamente, ni siquiera principalmente, referencia al tratamiento de las alteridades que la travesía de fronteras nacionales facilita, sino que también implica, con tanta o más importancia y radicalidad, al mosaico de alteridades conformado por las fronteras de etnia, clase, grupo, género, edad, profesión y, permítanme expresarlo sin convocar al escándalo en el marco de esta revista, ideología, que conviven, confrontándose ruidosa o silenciosamente, en un mismo territorio nacional lingüístico-cultural. Una de las sorpresas que la formación a la interculturalidad depara es, en efecto, el descubrimiento de que, en no pocos aspectos, hay más cercanía de organización de conciencia entre colectivos semejantes de países con lenguas-culturas distintas que entre colectivos distintos de un mismo país cuya lengua-cultura comparten. Es predicable de las culturas lo que Bernstein atribuyó a las lenguas al referirse a los códigos lingüísticos como modalidades de habla que, en cierta medida, harían más próximas entre sí, por ejemplo, la lengua francesa hablada por un obrero francés y la lengua española hablada por un obrero español que la lengua francesa de ese mismo proletario galo y la también francesa de un aristócrata compatriota suyo, en la medida, precisamente, en que las características del código restringido de los primeros (y los valores que mediante ellas se vehiculan) estarían más próximos entre sí que los códigos distintos,restringido el uno, elaborado el otro, de los segundos. Quiere esto decir, en lo que respecta a la dimensión cultural que aquí nos ocupa, que una formación a la interculturalidad mal-entendida (y los malentendidos en este campo son más habituales de lo que parece) puede derivar en un acercamiento al otro lejano, con poco costo personal, incluso con resultados de recapitalización de la propia identidad cultural, al precio de un mayor alejamiento del otro próximo, pues atravesar esta cercana frontera puede resultar más gravoso para la economía psíquica del sujeto, al demandar de él la aceptación de una pérdida del propio capital cultural identitario percibida como excesivamente exigente. Si ese fuese el efecto del viaje hacia la conciencia intercultural, habría que convenir en que se trataría entonces de un fracaso. Claro que podríamos admitir que esta situación, demasiado frecuente no sólo en las aulas sino también en la vida cotidiana, no fuese más que una etapa, quizás obligada, el primer movimiento de un recorrido de ida y vuelta, un inevitable rodeo, necesario para hacer más permeables las fronteras que nos separan del prójimo próximo. Porque es cierto que la dimensión exótica que el otro lejano representa, el choque cultural que el encuentro con él produce, puede abrir nuestra conciencia más fácilmente a nuestra dimensión de otreidad, es decir al hecho de que aquello que consideramos como más propio y personal nos ha sido sin embargo inoculado clandestinamente en el proceso de socialización que desde el nacimiento a la edad de la razón –pero también después, a lo largo de toda la vida- opera en nosotros sin límites ni resistencias hasta constituirse en un fondo confortable de implícitos culturales que confundimos con nuestra naturaleza y que aquel choque cultural viene a cuestionar explicitándolos.
¿De qué manera el aprendizaje de lenguas puede colaborar en este proceso de construcción de la conciencia intercultural? De múltiples formas, sin duda. Pero antes de ofrecer al diálogo con el lector unas pocas pistas haré, también aquí, algunas advertencias previas desmistificadoras y, en primer lugar, ésta: contra lo que el Marco común europeo de referencia para las lenguas, elaborado por el Consejo de Europa, parece sostener,expresando con ello una posición muy extendida, no es cierto que “es sólo mediante un mejor conocimiento de las lenguas vivas europeas como se llegará […] a favorecer […] la comprensión recíproca y la cooperación en Europa y a eliminar los prejuicios y la discriminación”. Existen demasiados ejemplos históricos que demuestran que el conocimiento de la lengua del otro puede tener como objetivo un mayor y mejor control del mismo y no un entendimiento con él. Véase, por ejemplo, el debate que durante un siglo (desde mediados del XIX a mediados del XX) existió en Francia en torno a la inclusión del alemán en los currículos de enseñanza, o las razones que motivaron a EE UU, en los años cuarenta del siglo pasado, a lanzar el ambicioso programa de aprendizaje de lenguas extranjeras que se conoció como el Método del Ejército y que fue el origen de la metodología audiooral o audiolingual de enseñanza de idiomas, que reinó en todo el mundo en la década de los 50. Por otro lado, y es una segunda llamada de atención, ni siquiera los hoy tan frecuentes intercambios escolares, en cualquiera de los niveles educativos, son garantía alguna de apertura de conciencia para los que participan en ellos. Investigaciones recientes demuestran que, no pocas veces, los estudiantes vuelven de esos viajes al extranjero con un afianzamiento aún mayor de los prejuicios con los que partieron.
No necesito advertir al lector que el discurso que estoy manteniendo no ha de ser comprendido como una argumentación tendente a desalentar los esfuerzos para aumentar, en cantidad y calidad, las lenguas enseñadas en los sistemas escolares de los países europeos o para multiplicar las posibilidades de intercambios entre escolares y estudiantes de las distintas naciones. Trato únicamente, en un momento en el que existe una retórica generalizada que pregona los beneficios de determinados instrumentos, la enseñanza de lenguas y los intercambios escolares, en este caso- para alcanzar una conciencia intercultural, es decir, puesto que de eso se trata, una conciencia solidaria, de señalar que la complejidad de los procesos que entran en juego al utilizar tales instrumentos es tal que hemos de estar vigilantes para escapar a las ingenuas posiciones mecanicistas o mesiánicas hacia las que tan fácilmente es posible deslizarse.
Dicho todo lo anterior, estoy tan convencido como el que más de que el acceso a una lengua-cultura extranjera es un instrumento de primera importancia para ayudar a la construcción de una conciencia intercultural. Y también tengo la convicción que ese instrumento será más o menos útil según qué tipo de contenidos y de prácticas didácticas sean convocadas al aula. Diré algo, telegráficamente, en forma de listado, sobre estos extremos:
a) los currículos educativos son siempre currículos culturales, en la medida en la que sus contenidos están constituidos por los productos culturales –expresados en forma de saberes, comportamientos y valores- que de la historia de una comunidad humana ésta considera necesario trasladar a las generaciones futuras;
b) en esos currículos es habitual hoy contemplar el aprendizaje de una o varias lenguas extranjeras;
c) cada lengua es también un auténtico aljibe cultural, el espacio en que se han ido depositando simbólicamente los productos del trabajo cultural, sociohistóricamente marcado, de los locutores de esa lengua, incluidos los productos del propio trabajo lingüístico, es decir, para expresarlo con la espléndida fórmula de Whorf, cada lengua es el depósito de la memoria del pueblo que la habla;
d) las lenguas extranjeras en los currículos educativos son así, potencialmente, auténticas quintacolumnas, complejos culturales metidos de rondón dentro de los complejos culturales que son los currículos educativos, susceptibles por ello de relativizar la cultura dominante que estos últimos vehiculan, o, dicho de otro modo, las lenguas extranjeras pueden ser un precioso instrumento en las luchas contrahegemónicas para escapar al peso del etnocentrismo;
e) pero, para ello, es necesario, o al menos deseable (porque, de todos modos, una lengua en su materialidad fónica y en su organización categorial tiene ya una dimensión cultural que es imposible relegar y que es operativa al margen de la voluntad de los programadores, de los programas y de los dispensadores de éstos), que los currículos de lenguas estén organizados en términos culturales, es decir, que las actividades de enseñanza-aprendizaje se realicen en torno a aquellas interacciones de la cultura extranjera en las que sus hablantes autóctonos construyen y reconstruyen cada día su memoria colectiva;
f) y también es preciso que las prácticas didácticas sean tales (tareas, proyectos, simulaciones, juegos de roles, actividades proyectivas) que los aprendices puedan experienciar dichos contenidos culturales, tales interacciones, para que su identidad cultural clandestinamente construida mediante la lengua materna pueda emerger a la conciencia como realidad socialmente producida, relativa, por lo tanto, y no absoluta, como resultado del contraste experimentado al vivenciar los modos de construcción social de la conciencia propios de la cultura de la lengua-cultura meta.
No ignoro que este listado argumentativo está lejos de ser exhaustivo, ni que en su formulación se agazapan aspectos que exigirían ser desarrollados y se amordazan interrogantes que merecerían ser atendidos. Pero en el espacio del que dispongo es todo lo que puedo hacer, antes de volver hacia atrás para una última advertencia.
Al comienzo de este texto, escribía que aceptaba “de momento” compartir la tesis de que la función educativa tuviese que ser la de ayudar a la construcción en los sujetos de una conciencia intercultural. Al final del vertiginoso recorrido que he realizado, debo explicar el sentido de aquella cautela, que es, una vez más, poner frenos a la fácil tentación de llenar las bocas, las mentes y las prácticas pedagógicas de borborigmos efectistas pero faltos de fundamento. Y eso es lo que ocurriría si no tomásemos conciencia o si nos olvidásemos de que la interculturalidad no es sólo una meta sino también un punto de partida. Dicho de otro modo, que el proyecto intercultural tiene posibilidades de éxito porque la conciencia del sujeto humano es ya, en origen, lo que no quiere decir que lo sea por nacimiento, sino como resultado, a partir del nacimiento, e incluso antes, del tratamiento de las alteridades, intercultural. Y ello no sólo porque la matriz identitario-cultural de la modernidad no es ya el nicho cerrado que caracterizó la matriz de las sociedades primitivas recolectoras e incluso la de las ciudades-estado, donde le bastaba al sujeto para construir su identidad con mirar a su alrededor y colocarse, como una veleta, en la dirección de un viento cultural que soplaba en una única dirección, sino que es un crisol atravesado y zarandeado sin cesar por los vientos de las diversas culturas que lo penetran y lo conforman, de modo que la identidad cultural de cada individuo es hoy una realidad en movimiento, que exige ajustes continuos para adaptarse a los estímulos cambiantes, tal como les ocurre a las imágenes en continua evolución que se dibujan en las pantallas de los radares en reacción a los estímulos a los que las antenas del instrumento están sometidas. No sólo, digo, por estas características de transversalidad, de fuera hacia dentro, de la matriz identitario-cultural de hoy, sino también porque la evolución de la especie humana ha ido configurando instrumentos internos y externos semejantes en todas las culturas y en todos los sujetos, lo que da lugar a una transversalidad, de dentro hacia fuera esta vez, que permite a los sujetos de una lengua-cultura compartir con los de otra lengua-cultura competencias y saberes, antes incluso de entrar en contacto con ella: en todas las culturas las crías humanas son radicalmente dependientes de los adultos durante largos años; todas se rigen por relaciones, ritualizadas y regladas por valores, normas y comportamientos, de parentesco, de jerarquía, de sexo…, que determinan los modos de interacción entre los sujetos; todas poseen una o varias lenguas, concretadas en varios códigos, que median en esas interacciones. Sólo porque esto es así, es posible hoy la existencia del proyecto de expandir la conciencia intercultural (lingüístico-intercultural, habría que decir). Posible y necesario, porque la conciencia intercultural expandida es, sin duda, el modo de conciencia que corresponde a la sociedad global que estamos construyendo. Ahora bien, en las prácticas educativas tendentes a ello, convendrá tener en cuenta que ese acerbo común que compartimos con las otras lenguas-culturas y con los otros sujetos hablantes es el mejor punto de partida en el camino hacia ellas.

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