Inmigración e integración

Inmigración e Integración

Javier de Lucas
Presentado en el III Congreso Internacional de Derechos Humanos
APDHA Cádiz 13.X.00

La dimensión jurídica de la integración de los inmigrantes

1.- La primera pregunta: ¿son el derecho, las leyes, los derechos, las reglas de juego, los procesos jurisdiccionales y administrativos la vía idónea para la integración? ¿Tiene sentido una ley de integración de quienesquiera que sea? La integración, al decir de algunos de nuestros responsables políticos, no es una cuestión jurídica, sino social. Chocolate por la noticia, claro, si lo que se trata es de descubrir el mediterráneo de que como proceso social complejo no puede reducirse a una dimensión como la legal o, para decirlo mejor, la jurídica. Pero si lo que se pretende decir es que el Derecho sólo puede y debe aspirar a garantizar a posteriori las condiciones y procesos sociales que hacen posible la integración, esos argumentos no merecen el chocolate, sino una reprimenda y una descalificación.

2.- Semejante planteamiento es el que se sostiene también cuando se aduce que la integración no tendría o, al menos, no dependería básicamente de condiciones jurídicas, porque es una cuestión cultural, o económica, o de la vida cotidiana, y que, en todo caso, la integración es cuestión y competencia de la sociedad civil, de los agentes sociales y por tanto el Derecho y el Estado deben mantener una estricta posición de neutralidad, de no interferencia (hands-off) para no perturbar ese protagonismo, esa responsabilidad? (Así lo propuso el director gral de migraciones en el III Congreso nacional sobre la Inmigración en Madrid, la pasada semana).

3.- La respuesta a estos planteamientos es muy sencilla y pasa por denunciar la falacia argumentativa, una falacia que es muy coherente con cierta más que rancia concepción del liberalismo, por más que pretenda modernizarse arrojando al otro lado la descalificación de paleolítico intervencionismo estatalista.

4.- En efecto, contra lo que viene insistiendo el discurso oficial a propósito de los “errores de leyes desmesuradamente generosas que pretender imponer la integración y crean así el conflicto”, hay que decir muy alto y muy claro lo contrario: Los derechos, su reconocimiento, no crean el conflicto, no crean el racismo y la xenofobia, sino que constituyen la condición previa, necesaria aunque, desde luego, insuficiente, para que haya una política y una realidad social de integración.

5.- Dicho de otro modo: para que tenga sentido hablar de integración hay que comenzar por algo previo a los programas de interculturalidad, a las políticas de valoración positiva de la diversidad, a la lucha contra el prejuicio frente al otro. Y eso previo es la seguridad en el reconocimiento y satisfacción de las necesidades básicas de todos. Un elemento previo que significa reconocer y garantizar a todos los seres humanos los derechos fundamentales (aquellos derechos humanos que predicamos como universales) que son la vía de satisfacción de tales necesidades. Si no, estamos hablando de otra cosa cuando hablamos de derechos. Ya no hablamos de aquellos instrumentos que sirven para la emancipación de los seres humanos como agentes morales, como únicos sujetos de soberanía, sino de las coartadas para asegurarnos la obediencia mecánica y la pasividad de los súbditos, de la masa. Y es que a veces cuando hablamos de integración y derechos estamos pensando en otro modelo.

6.- Otro modelo, sí: aquel en el que la integración es el ingreso en un corral en el que nuestra marca de hierro son esos derechos-mercancía, que traducen un consenso ajeno a nuestra voluntad y a nuestra capacidad de decisión, a nuestra autonomía, a nuestra libertad. Integración en un cuerpo supuestamente homogéneo en el que está muy claro lo que es bueno y lo que no, porque lo primero está recogido en la Constitución y lo segundo en el Código penal, y no hay discusión, ni dudas ni, menos aún, posibilidad de cambiar éste o aquella. Ese es el modelo de quienes piensan que de un lado está la democracia occidental, el mercado y los derechos universales y de otro la barbarie. De forma que lo que hay que exigir al bárbaro es que se despoje de sus costumbres, instituciones y reglas repugnantes para la dignidad humana, la democracia y el mercado y se integre, o, mejor aún, comulgue en esas reglas de juego que nos hacen superiores, libres e iguales.

7.- Dicho de forma más concreta, el camino jurídico aúreo que llevaría a la integración sería el que supone la más absoluta renuncia a cualquier manifestación de pluralidad en serio. Y ello demuestra que quienes así lo sostienen (aunque se proclamen y probablemente lo crean de buena fe, demócratas inequívocos) jamás han tomado en serio ni la libertad, ni la igualdad, ni el pluralismo. Presas no ya de un complejo etnocéntrico, sino de un auténtico complejo de Procusto, realizan una tan simplista como falsa ecuación de identidad entre valores jurídicos universales, Estado de Derecho y democracia con costumbres e intereses de los grupos de poder que hegemonizan y homogeneizan nuestras denominadas sociedades de “acogida”.

8.- Lo que sucede es que incluso esa cínica respuesta entraña no pocos problemas, empezando por la concreción de los derechos cuyo reconocimiento vendría así exigido como condición previa de la integración. Es una opinión comúnmente repetida, a ese propósito, que ese reconocimiento, en el caso de los inmigrantes, de los extranjeros, de los diferentes visibles (aunque sean nacionales: mujeres, minorías étnicas o culturales o nacionales o religiosas, niños, discapacitados, étc), recorre un camino inverso al de la positivación de los derechos humanos: en este caso, los derechos civiles son primero, sí, pero luego vienen los económicos, sociales y culturales y sólo muy al final los políticos. En mi opinión, la única regla admisible es la igualdad y la plenitud en el reconocimiento de derechos, con prioridad para los imprescindibles para la integración: educación, sanidad, trabajo, vivienda y libertades.

9.- En realidad, las cosas son más duras todavía: suponen una doble restricción del camino del reconocimiento jurídico. Ante todo, (a) la restricción que hace del otro-inmigrante un no-sujeto jurídico, porque por definición (“por naturaleza”) no es ni puede ser miembro de la comunidad política y jurídica, no puede crear derecho, sino sólo sufrirlo. Por eso el inmigrante no puede tener (qué disparate!) derechos políticos, ni siquiera en el ámbito municipal, si no es en régimen de correspondencia o reciprocidad…Hasta que no se ha “naturalizado” hasta que no ha dejado de ser él, no podemos creer en su integración. Sólo los hijos de sus hijos, cuando se haya borrado la huella de su comunidad de origen, la huella de la evidencia de su no-pertenencia al nosotros (y eso en realidad nunca será del todo así) podrán aspirar a ser ciudadanos de verdad. Además, (b) restricción porque imposibilitan que el no-sujeto llegue a ser sujeto, pues el primer y devastador efecto de tales “políticas” es desestabilizar, deslegalizar, desintegrar a quienes aspiran a la estabilidad, a la legalidad, a la integración

10.- Esa condición de no-sujeto y esas trabas en su camino por llegar a ser sujeto se concretan en los elementos que caracterizan el contrato de extranjería en el proyecto de contrarreforma del Gobierno del PP en materia de inmigración:
(a) La prioridad incondicionada de los deberes respecto a los derechos: al inmigrante se le exige ante todo cumplimiento de deberes, testimonio fidedigno de que no va a poner en peligro nuestra comunidad, nuestros valores, nuestro consenso; ante todo, debe hacer expreso que acepta las reglas de juego (aunque no pueda ni siquiera conocerlas porque nadie se las ha explicado, pues, pese a los apóstoles del efecto llamada, la ley de extranjería no es la lectura obligada en el tercer mundo). Ese planteamiento ignora la asimétrica relación de poder que se da entre el otro-inmigrante y nosotros-ciudadanos (o sociedad de acogida, como se dice). La lógica igualitaria exige tener en cuenta tal asimetría a la hora de imponer obligaciones, reconocer derechos y manejar medios para uno y otro fin.
(b) La inversión del principio de inocencia (clave del garantismo como núcleo del Estado de Derecho): el inmigrante debe demostrar de continuo que no es una amenaza, un peligro, una patología, un cuerpo extraño e incompatible cuya presencia no puede no generar rechazo, desestabilidad, imposibilidad de convivencia. Ese es el discurso de los cupos, incluso so capa de un pretendido respeto al imperio de la ley y del derecho que exigiría ante todo acotar la estigmatizada categoría de irregular, con la coartada de que es para su propio bien: para evitar males mayores, para poner límite a la xenofobia y al racismo, para evitar que la realidad desborde la norma, discurso que inspira a los angélicos diseñadores del plan GRECO (angélicos porque para ellos las medidas presupuestarias son innecesarias: todo el bien se producirá automáticamente al presentar ese elenco/refrito de medidas ya existentes e ineficaces hasta ahora) y a los no menos benéficos pergeñadores del “Pacto de Estado a toda costa”, porque lo que importa es aparecer como estadistas consagrados al interés superior del Estado, más allá de la horrorosa etiqueta de partidistas, sobre todo de partidistas de la defensa de los derechos de los inmigrantes, terrible etiqueta de notable costo electoral. Y por si no me he expresado con claridad, me refiero a los dirigentes del PSOE que en aras del “Pacto de Estado de inmigración”, pueden acabar defendiendo un Pacto de razón de Estado sobre el terrorismo y contra la inmigración.
© La anulación del principio de la seguridad jurídica sin el que no hay respeto a los derechos humanos. Porque la seguridad jurídica no es el discurso del orden, sino la garantía en el reconocimiento y disfrute de las libertades, y si algo caracteriza el discurso acerca del status jurídico del otro-inmigrante es la precariedad en el reconocimiento (sólo parcial, sólo sectorial, sólo durante un tiempo, mientras se tenga la condición de trabajador formal) y en el disfrute de las libertades (puesto que se incentiva la discrecionalidad si no incluso la arbitrariedad de la administración: se desdibuja el control de los actos de la administración respecto a derechos de los inmigrantes, se altera el régimen de silencio administrativo, se elimina el requisito de motivación de los actos de la administración, justamente de aquellos más decisivamente limitadores de derechos, como lo muestra el régimen de denegación de visados), étc.
(d) El abandono descarado del principio de igualdad en los derechos humanos por encima de la lotería genética, es decir, la reiteración del principio de preferencia nacional en el ámbito de los derechos humanos (es lo que muestra el artículo 3 de la contrarreforma, como ha puesto de relieve el muy morigerado informe del CGPJ)

La dimensión política de la integración de los inmigrantes

Claro que el problema fundamental es que mal se puede hablar de integración en serio cuando el programa de creación de la comunidad política está marcado por tres reducciones: (a) La mencionada preferencia nacional, que excluye, hace impensable, que pueda ser miembro quien no ha nacido en la comunidad, (b) La negación del pluralismo en aras de un complejo de Procusto y que sigue entendiendo la comunidad política en los términos schmittianos que exigen la existencia del otro como enemigo para que podamos hablar del nosotros, de los ciudadanos-amigos-familia, y finalmente © Una vieja concepción de la política que, o bien reduce la condición de ciudadano/soberano/miembro activo de la comunidad a los nacionales ricos, conforme al síndrome de Atenas, o bien entiende la democracia en términos shumpeterianos-mercantilistas, como un marco formal en el que los clientes tratan de obtener la mejora de sus preferencias y asignan poder en función de las aptitudes de los políticos-profesionales para optimizar esos intereses que les mueven a jugar en el mercado.
Hablo, desde luego, de una noción de comunidad política que quizá no se ajusta a la caracterización habitual de la democracia. Se trata de una democracia inclusiva, plural, consociativa e igualitaria. Una democracia basada, a su vez, en una noción de ciudadanía abierta, diferenciada, integradora.
Una comunidad política así entendida exige, en mi opinión, plantear como reivindicaciones irrenunciables de toda política de inmigración que pretenda ser acorde con los principios de legitimidad democrática y de respeto a los derechos humanos, al menos las tres siguientes:

1.- La condición de miembro de la comunidad política no puede ser un privilegio vedado a quienes no tuvieron el premio de la lotería genética. El modelo de democracia inclusiva exige un cambio en las oportunidades de alcanzar esa membership. La primera reivindicación es el reconocimiento y satisfacción del derecho de acceso, de las vías que hacen posible el acceso a la condición de miembro de esa comunidad, de nuestras comunidades, y eso se ha de traducir en la adopción de un abanico de medidas que hagan posible ese reconocimiento y esa garantía. La clave de esta política, si quiere merecer el adjetivo no ya de integradora, sino de conforme a los principios de legitimidad que supone el respeto a los derechos, más incluso que el grado de reconocimiento de derechos (de huelga, de asociación, de reunión, étc) son las condiciones de acceso a la comunidad, las vías para llegar a ser miembro. Y lo primero es cómo entrar: Por lo tanto, las condiciones de entrada y permanencia, las condiciones de regularización y participación en la vida pública en términos de igualdad son condiciones sine quae non. Por esa razón, antes que los derechos políticos, el rasero para medir una política que de la talla es, por ejemplo, el procedimiento de obtención y el control de denegación de visado, la supeditación de la entrada al sistema de cupos y la utilización de los procesos de regularización. Lo es también el sistema de dependencia inexorable entre permiso de residencia y de trabajo que aherroja la ciudadanía en el trasnochado molde del trabajo formal.

2.- Pero una vez que se entra, es necesario adoptar medidas que impidanla existencia de un muro infranqueable para quien llega y quiere convertirse en miembro de esa comunidad. Entre las condiciones que responden a ese objetivo se encuentran, evidentemente, algunos de los medios de acceso a la integración social: vivienda, educación y trabajo. La responsabilidad básica aquí compete a la administración municipal y regional o autonómica. Y quiero dejar claro que todavía no me refiero a la garantía de esos derechos. Hablo de problemas previos, como del modelo de alojamiento de los temporeros (el modelo de diseminación espacial puesto en práctica en El Ejido, como han explicado con claridad Ubaldo Martínez o Emma Martín Díaz por ej.). Los antropólogos saben muy bien la importancia de la organización del espacio. Saben muy bien y nos han explicado cómo hacer imposible lugares de reunión de los inmigrantes entre sí es aún más eficaz que dificultar su acceso a los espacios micropúblicos en condiciones que debieran ser evidentes en una sociedad que se dice pluralista. Hablo de las condiciones de trabajo y de la increíble inexistencia de informes y actas (a fortiori de sanciones) practicadas por la Inspección de trabajo (sobre ese particular hay varias interesantes intervenciones parlamentarias del diputado Carles Campuzano). Hablo, claro está, de condiciones que exigen medidas presupuestarias y previsión al menos a medio plazo.

3.- Y por fin, obviamente, el reconocimiento en condiciones de igualdad (nada de tolerancia) de los derechos. De los derechos personales, de las libertades públicas, de los derechos económicos, sociales y culturales, pero obviamente y sin zarandajas de utopías, de los derechos políticos. Desde luego, en el ámbito municipal y autonómico me parece inexcusable el reconocimiento de la titularidad de soberanía de la comunidad local, extendida a quien reside en esa comunidad. Y sin restricciones como las de contrarreforma que los somete increíblemente al sistema de reciprocidad. Pero hay que ir más allá de los Ayuntamientos y de las comunidades regionales o autonomías. Más allá incluso del Estado: lo que necesitamos, de verdad, es un estatuto que reconozca y garantice esos derechos en todo el espacio de la Unión Europea. Es necesario un estatuto jurídico de igualdad de derechos de los inmigrantes no comunitarios en la UE, que acoja los principios propuestos o, al menos, que acepte su discusión y no los excluya a priori como inconcebibles.

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