Con las manos pegadas

Con las manos pegadas

Cuando aprendiste a leer en castellano fue como nacer de nuevo. O mejor: como si todo un mundo desconocido se presentara ante ti, entregado y dispuesto a que hicieras posesión de él. Te comportabas igual que cuando aprendiste a leer árabe y escudriñabas todos los carteles, los anuncios, los luminosos, los periódicos. Notaste que el mundo a tu alrededor se completaba y en tu interior dejaste de sentirte un extranjero. Cómo imaginar entonces la desgracia que aquello acarrearía.
Miras la mano que no está, hueles la pólvora, todavía retumba la detonación en tu cabeza. En el suelo un charco de sangre, astillas de huesos, algunos de tus dedos todavía entrelazados con los de Hafida. Oyes voces a tu alrededor, la habitación te da vueltas, escuchas sus gemidos. Está asustada, tanto como tú.
Todo empezó unos meses atrás. Era verano, tenías vacaciones, por fin, y decidiste volver a Marruecos. Hacía años que no habías ido. ¿Cuántos? ¿Cuatro, cinco? Te sentiste un poco previsible cuando viste tu coche de segunda mano cargado hasta los topes de regalos. No te importó mucho. Tu intención no era dar una imagen falsa de tu vida. Habías contado siempre cómo te iba. Todo. El miedo de la patera, la solidaridad de los compañeros, los plásticos de los invernaderos, los encierros, la lucha por los papeles, el primer contrato, las clases de castellano, Hafida, tu primer piso sin compartir… Siempre fuiste sincero aunque viéndote con el coche lleno de cachivaches para tus familiares pareciera que quisieras ostentar y sacar pecho. Pero cómo volver después de tanto tiempo y no llevar ningún presente.
Cuando viajaste a casa ya sabías leer en castellano. Te llevaste un pequeño libro de cuentos para demostrarlo. La primera noche te empeñaste en que todos te vieran leer. Lo considerabas tu mayor logro en los últimos años, más que la patera o los papeles, y querías compartirlo con tu familia. Tu hermana mayor te felicitó, tu madre también. Tu padre permaneció en silencio, todavía no había aceptado que te hubieras marchado de Marruecos ni se había sobrepuesto del miedo que pasó al saber que pensabas cruzar hasta España en patera.
Desde que llegaste, notaste cómo tu hermano pequeño se comportaba raro. Parecía querer evitarte al mismo tiempo que no te quitaba el ojo de encima ni se perdía ninguna de tus historias sobre tu vida en Europa. Al ver su actitud, un escalofrío te recorrió la espalda. Te recordó a ti mismo antes de decidirte a dar el gran salto. Te preguntaste si él también habría tomado esa decisión.
Hafida te había pedido que visitaras a su familia. Como erais de la misma ciudad fue fácil dar con ellos. Le pediste a tu hermano que te acompañara en la visita y así tener una ocasión para hablar con él. Durante el camino, estuviste contándole anécdotas y cosas banales, sin saber muy bien cómo abordar la cuestión que te preocupaba. Fue tu hermano el que te preguntó sobre España. Intentaste pintarle un panorama sombrío, resaltando todos los problemas e inconvenientes que habías tenido y que te seguías encontrando. Pensaste, ingenuamente, que así lo harías desistir de la idea de emigrar.
Y si tan mal está por qué te vuelves, te preguntó. Te quedaste sin respuesta y supiste que una vez que alguien toma la decisión de marcharse nada le hace volver atrás. Guardaste silencio y diste por perdida la conversación. Los dieciséis años de tu hermano le dificultaban contemplar sus planes en toda su profundidad. Tenía razón, por mal que estuviera la cosa en España tú te volvías. Pero no contaba con el riesgo mortal de la patera, con las posibilidades de ser detenido y tratado como un delincuente, con soportar el racismo y el desprecio de la gente, con aguantar trabajos de mierda como si se fuese un esclavo… Él sólo pensaba en llegar a vivir tan bien como cualquiera de los personajes de las series que emitían las televisiones españolas y que tan bien se veían en el Norte de Marruecos. Ante la evidencia de los hechos, intentaste convencerle de que tuviera un poco de paciencia y que intentara salir del país con los papeles en regla. Estoy harto de esta vida miserable, te contestó, no voy a esperar más.
No fue una frase dicha porque sí. Una noche, un poco antes de la fecha en la que tenías previsto regresar, tu madre te despertó sobresaltada. Entre llantos te dijo que tu hermano pequeño había desaparecido. En seguida supiste qué había pasado, dónde se había ido y qué te correspondía hacer. Podías elegir: o lo dejabas a su suerte y que el Estrecho dictara sentencia sobre el futuro de tu hermano o lo buscabas y le proponías una alternativa. Un hermano es un hermano y tomaste la decisión sin calcular ninguna de las consecuencias.
Condujiste todo lo deprisa que te fue posible y llegaste a la playa antes de que saliera la patera. Sabías el lugar exacto porque seguía siendo el mismo desde el que saliste tú. Llamaste a tu hermano. No intentes detenerme, te dijo, estoy dispuesto a irme. Le explicaste que no pretendías impedirle nada y que lo único que le proponías era un viaje distinto: el maletero de tu coche en lugar de la patera. Pero es peligroso, te advirtió, y si nos descubren. Reconociste que el riesgo existía aunque era mucho menor que el de cruzar el Estrecho de cualquier manera. No quiero que te ahogues, te hinches y sirvas de comida a los peces y a las gaviotas, le dijiste. Además, continuaste, en esta época son miles los coches que hacen el recorrido que vamos a hacer tú y yo, no te imaginas como se pone Algeciras, con suerte no nos pasará nada.
Con suerte. No basta con desear tener suerte porque la suerte igual puede ser buena que mala. En tu caso fue mala. Registraban coches al azar y te tuvo que tocar a ti. Se armó un revuelo enorme cuando descubrieron a tu hermano en el maletero. Una cosa era saber castellano, y hasta saber leerlo, y otra muy diferente entender a los policías españoles cuando te gritaban. Te hicieron salir del coche a la fuerza, te empujaron, te gritaron, entendiste algún que otro insulto. A tu hermano no le fue mucho mejor. Antes de que te taparan la boca de mala manera, conseguiste decirle a tu hermano que no se preocupara por ti y que dijera que tenía familia en Marruecos. Preferías que lo deportaran a casa a que lo metieran en cualquier centro de menores.
Los gritos, el estruendo y los empujones se prolongaron durante un rato. Estuviste horas sin entender nada de lo que pasaba. Te llevaron a una comisaría y allí te tuvieron hasta que llegó un abogado de oficio. Te costó escuchar lo que te decía a través de un cristal. Entendiste que te acusaban de tráfico de personas y que te iban a hacer un juicio rápido. No diste crédito. Le explicaste al abogado que era imposible que te acusaran de tal cosa. Era tu hermano el que iba en el maletero y lo hizo por propia voluntad. Eso a ellos no les importa, te respondió.
El juicio rápido hizo honor a su nombre y en pocos días pesaba sobre ti una sentencia firme por tráfico de personas, con el agravante de traficar con un menor. Nadie tuvo en cuenta que era tu hermano y que si lo hiciste no fue para ganar dinero sino para salvarle la vida. Durante toda la vista y la posterior lectura de la sentencia llegaste a pensar que el castellano que habías aprendido no tenía nada que ver con el que hablaba el juez y el fiscal. Parecían estar locos, hablaban de ti como de un mafioso dedicado a traficar con niños y te dedicaban todo tipo de descalificaciones. Te costó más de un mes de estancia en la cárcel asumir lo que te había pasado.
La desgracia no fue completa porque te mandaron a una cárcel que no estaba muy lejos de Hafida, lo que le permitía visitarte al menos una vez al mes. Ver que ella seguía existiendo y que todavía te quería era tu único consuelo. Hafida te informó de lo que le había pasado a tu hermano. Al principio dijo que sólo te tenía a ti y que era huérfano, pretendió que lo metieran en un centro de menores. Pero debido a tus declaraciones y a que tus padres lo reclamaron, lo habían devuelto a Marruecos. La noticia te dejó desconcertado. Por un lado te sentiste aliviado de pensar que tu hermano pequeño estaba en casa. Por otro lado temiste que lo volviera a intentar recurriendo a la patera y un miedo perenne se apoderó de ti.
La vida en la cárcel te resultaba una tortura continuada. No dejabas de pensar que no debías estar allí y no lograbas serenarte. No conseguías hacer amistad con nadie y las noches estaban pobladas de insomnios y pesadillas. Tu único entretenimiento eran los periódicos atrasados que uno de los carceleros os dejaba para que los presos interesados pudierais leerlos. En uno de ellos fue donde leíste aquella sorprenderte noticia de que un preso, aprovechando un bis a bis, se había pegado con pegamento ultra fuerte con su mujer para poder seguir juntos más tiempo del que les permitían.
La noticia no se te iba de la cabeza y la comentaste con Hafida cuando te visitó. Después de contárselo aprovechaste para decirle que habías solicitado un bis a bis y que te lo habían concedido. Sería dentro de un mes.
Los treinta días pasaron lentos, como si el tiempo estuviera atravesando cemento. Por primera vez desde que estabas en la cárcel, pensamientos distintos a los que te habían torturado hasta entonces poblaron tu cabeza. Pensar en Hafida, rodeado de paredes enormes y rejas de todo tipo te resultaba turbador. Su recuerdo te tranquilizaba, imaginar su voz sonando sin barreras de por medio era el mejor de los bálsamos. Al mismo tiempo, te alteraba pensar en su boca, en su cuerpo, en la posibilidad de volver a estrecharlo contra ti, de nuevo los dos desnudos y juntos. Hafida no tenía nada que ver con la cárcel, pensar en ella encerrado donde estabas te parecía algo así como una profanación. Pensar en ella desnuda, junto a ti, en un bis a bis te parecía dulce a la vez que sacrílego. Ojalá que ella no tuviera que entrar en un lugar así. Pero si dejara de hacerlo, si te quedaras sin ella morirías, seguro. Unos días más y la verías. Estaríais juntos de nuevo, volveríais a ser amantes otra vez. Piel con piel. Tu boca en la suya. Juntos. Pegados.
Lo último te recordó la noticia del periódico. Ojalá os quedarais pegados, siempre pegados, sin poder separaros, toda la vida junto a ella.
Los treinta días pasaron y llegó el bis a bis. Buena parte de lo que pasó allí os corresponde sólo a Hafida y a ti, así que no se narrará. Cuando la tranquilidad volvió a vuestros cuerpos, Hafida te dijo que había traído algo. La forma en la que lo dijo te hizo estremecer. No te dio tiempo a preguntarle qué era porque te enseñó un tubo de pegamento ultra fuerte antes de que pudieras hablar. Lo he traído cómo me pediste, te dijo. Intentaste aclarar que tú no le habías pedido nada pero quizás sí lo hiciste sin haberte dado cuenta. Al fin y al cabo habías estado treinta días soñando con quedarte pegado a Hafida para toda la vida.
A partir de ese momento, las cosas se precipitaron y se sucedieron unas a otras como movidas por el destino y carentes de toda lógica, como desde que te sorprendieron en la frontera con tu hermano pequeño en el maletero. Hafida vació casi todo el tubo de pegamento en su mano y agarró la tuya. Notaste cómo la sustancia viscosa se escurría entre vuestros dedos y cómo una ligera tirantez se apoderaba de tu piel conforme se iba solidificando el pegamento. Ya estamos pegados, te susurró Hafida al oído antes de besarte en la boca, llena de emoción.
Un momento después entró en la sala uno de los carceleros. No se había dado cuenta de nada y os avisó de que se había acabado el tiempo. No se ha acabado, le respondió Hafida, estamos pegados y tenemos todo el tiempo del mundo para estar juntos. Entonces fue cuando el carcelero descubrió lo que estaba pasando. De nuevo los gritos, los insultos, los empujones, como cuando te detuvieron en Algeciras.
Acudieron más carceleros. Cada uno que llegaba gritaba más que los anteriores. Alguno insultó a Hafida, la llamó puta, y sentiste cómo la sangre te ardía en el interior. No supiste contenerte y con la mano que tenías libre le golpeaste con todas tus fuerzas. El carcelero cayó al suelo. Cuando se recuperó del golpe y de la sorpresa, se levantó lleno de ira. Escuchaste cómo te decía moro de mierda mientras echaba mano a un arma. Os vais a enterar, gritó. Entonces sobrevino el desastre. El carcelero apuntó a vuestras manos pegadas y disparó. Ya están separados estos animales, les dijo a sus compañeros.
Miras la mano que no está, hueles la pólvora, todavía retumba la detonación en tu cabeza. En el suelo un charco de sangre, astillas de huesos, algunos de tus dedos todavía entrelazados con los de Hafida. Oyes voces a tu alrededor, la habitación te da vueltas, escuchas sus gemidos. Hafida está llorando. Buscas su mirada. Intentas abrazarla. Te lo impiden. No se la pueden llevar, piensas.
Te liberas de los carceleros que te sujetan, corres hacia ella pero no consigues llegar. Alguien te derrumba. Apretado contra el suelo, ves cómo se llevan a Hafida a la fuerza. Te dice algo que apenas puedes entender. Estás a punto de desmayarte. Cómo ha podido pasar, te preguntas. Saber leer castellano ha resultado ser una maldición, como dejar Marruecos, como conseguir algo de éxito, como servir de ejemplo a tu hermano pequeño animándolo a coger una patera, como desear estar unido para siempre a Hafida.
Consuélate, te dice uno de los carceleros, algunos de vuestros dedos siguen pegados. Entonces todo se vuelve negro.

federico montalbán lópez

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