Extranjería, nacionalidad y ciudadanía

Extranjería, nacionalidad, ciudadanía

Walter Actis1

I. La preocupación por la inmigración: ¿síntoma o desplazamiento?

La realización de jornadas de debate, foros de encuentro y espacios de intercomunicación acerca de las cuestiones ligadas a la inmigración parecen un hecho positivo. Sin duda, el intercambio y el debate pueden ayudarnos a encontrar pistas para la acción social transformadora de la realidad. Sin embargo, puede ser conveniente levantar antes la vista y mirar algo más allá, sin alejarnos demasiado del entorno social inmediato.
Según datos oficiales, más o menos ajustados, pero en todo caso indicativos del orden de magnitud, a finales de 2001 en Euskadi había 96.000 desempleados (cifras de la Encuesta de Población Activa) y menos de 20.000 extranjeros (estadísticas de residentes extranjeros), no todos inmigrantes “económicos”. Desde la perspectiva de la población autóctona, la que mayoritariamente acude a jornadas y debates o adquiere publicaciones especializadas, existen vínculos mucho más fuertes con los desempleados, que son nuestros parientes, amigos, vecinos, o nosotros mismos; en cambio, con los inmigrantes las relaciones son bastante más débiles, esporádicas e incluso inexistentes.
A pesar de ello, soy de la opinión que un foro de reflexión sobre el desempleo atraería a menos personas que otro dedicado a las cuestiones vinculadas a la inmigración de origen extranjero. Y ésta sería una primera cuestión para la reflexión: ¿qué es lo que está focalizando nuestro interés sobre la inmigración?, ¿se trata del tema de moda?, ¿es una manifestación de espíritu solidario que se vuelca sobre este colectivo como podría hacerlo respecto a cualquier otro? ¿es una forma de canalizar nuestro compromiso cívico ante la frustración e impotencia que encontramos en otros ámbitos? Los interrogantes pueden multiplicarse, y la respuesta no será seguramente unívoca. Lo importante, creo, es que de entrada deberíamos situarnos nosotros mismos como parte de la cuestión a reflexionar: el problema, el objeto, la cuestión no son “ellos” (los inmigrantes), en todo caso, no solamente “ellos”, sino las cuestiones sociales y políticas que atraviesan el campo social que nos concierne a todos. Por eso, para situarnos con la perspectiva necesaria conviene dar un rodeo, ampliar el campo de visión.

II. El escenario general: crecimiento y precariedad en un mundo jerarquizado y militarizado

Las sociedades vasca y española han experimentado transformaciones importantes durante las últimas décadas del siglo XX. De modo muy resumido, podemos sintetizarlos comparando dos “modelos” sociales: el que se configuró en los años ’60 y ’70 y el que surgió en las dos últimas décadas del siglo XX y llega hasta nuestros días. El primero de ellos se caracterizó por la urbanización e industrialización, acompañada de fuertes migraciones internas (en esa época Euskadi se constituyó en “polo de desarrollo” y ámbito receptor de inmigrantes) y exteriores (fundamentalmente hacia países europeos), la puesta en marcha de algunos elementos del Estado protector (seguro de desempleo, sistema público de seguridad social, enseñanza pública) y de la norma de consumo obrero (sostenido por la extensión del empleo asalariado, los créditos al consumo, la vivienda protegida, etc.). Tras el fin del franquismo se extendió la regulación y protección estatal, a través de la concertación laboral entre sindicatos y patronales, el desarrollo de competencias autonómicas, la extensión del sistema de jubilaciones, la cobertura sanidad universal, o el aumento de la edad de escolarización obligatoria. Este contexto generó la percepción mayoritaria de que era posible el “pleno empleo” y que las posibilidades de “progreso”, o movilidad social ascendente, estaban al alcance de los sectores populares. Se extendía la imagen de que se vivía en una “sociedad de clases medias”, que crecía en sus franjas intermedias y se estrechaba en sus extremos inferior (la pobreza como un residuo a extinguir) y superior (disminución de las élites oligárquicas). Gráficamente, este modelo social podría ejemplificarse con la imagen de una cebolla.
La crisis del modelo capitalista de posguerra se tradujo en el estado español a finales de los ‘70, entre otros rasgos, en los siguientes: el fin de las migraciones internas, una importante crisis industrial, la aparición y crecimiento del desempleo estructural masivo, la pérdida de empleo fijo y su reemplazo por puestos de trabajo temporales y precarios, además de un freno relativo a la acción protectora del Estado. El resultado es una creciente segmentación social: entre asalariados fijos y precarios, subempleados y parados de larga duración, clases medias ascendentes junto a sectores estancados o con movilidad social descendente. Paralelamente, una parte de los derechos garantizados por el Estado pasan a ser prestaciones delegadas en instituciones y organizaciones sociales, en una dinámica que tiende a dejar en manos de la voluntariedad elementos que venían constituyendo la base de la ciudadanía social. Cuestiones como la pobreza (ahora bajo la nueva etiqueta de exclusión) que parecían desterradas de la agenda pública se instalan con fuerza acrecentada. En estas circunstancias crecen las actitudes defensivas (incluyendo cierto tipo de movilizaciones sociales) y el temor a las “novedades” en el ámbito social. Volviendo a la imagen gráfica que hemos utilizado, la antigua cebolla se ha ido estrangulando en su parte central, segmentando a asalariados fijos y con poder adquisitivo respecto de una amplia franja de precarios, subempleados y desocupados; por debajo, no desaparece la pobreza extrema mientras que por arriba se desarrollan sectores de cuadros profesionales y técnicos, y por encima de éstos, los grupos dirigentes, que ahora tienen cada vez una composición transnacional, que son los que ajustan las clavijas al conjunto social. La antigua cebolla se ha transformado en algo más parecido a una guitarra o un contrabajo2 .
Los procesos sociales descritos en el ámbito estatal están relacionados con el modo específico de inserción en el orden internacional, que también ha experimentado transformaciones de gran calado. También de forma sucinta podemos hablar del tránsito de un período dominado por la bipolaridad y la guerra fría, a otro caracterizado por una globalización jerarquizada y militarizada. La crisis del modelo de desarrollo de posguerra (sistema fordista, estado protector) de mediados de los 70 dio lugar a una nueva estrategia, basada en el relanzamiento de los márgenes de ganancia, paralelo a un recorte de conquistas sociales. El llamado neoliberalismo no produjo tanto el desmantelamiento de la regulación estatal como su reorientación a favor de estrategias de acumulación de capital, el ejemplo paradigmático es el paso del Welfare al Workfare norteamericano, a través de la masivas inversiones estatales en la industria de guerra durante los ‘80. Este fortísimo proceso de concentración impulsó, por un lado, la “revolución tecnológica” basada en la informática y las comunicaciones y, por otro, aceleró la quiebra de la URSS. A partir de entonces se difunde la imagen de un mundo crecientemente “globalizado”, como si se tratara de una estructura reticular horizontal, pluriforme y relativamente abierta, a la que los distintos espacios mundiales se irían “incorporando”, de forma más o menos exitosa o accidentada. Esta imagen tiene, no obstante, mucho de construcción ideológica y de propaganda, en tanto que tiende a ocultar una dinámica de creciente jerarquización (desigualdades norte/sur), un mayor control (por parte de entidades transnacionales como la OMC, el FMI, o el BM, en las que el multilateralismo se ve reducido a los intereses de un puñado de gobiernos y empresas multinacionales) y un poder militar concentrado (la constitución de los Estados Unidos como única gran potencia). La imagen de horizontalidad y “globalidad” tiende, pues, a difuminar las dinámicas de estructuración vertical, acumulación de poder e incremento de las desigualdades.
En este último período, desde las instancias de poder que configuran la llamada “comunidad internacional” se intenta imponer un modelo que resultaría de obligado cumplimiento para los países del sur. En la práctica éste pasa por implementar los famosos “planes de ajuste estructural” impulsados por el Fondo Monetario Internacional, y someter las expectativas de desarrollo social a las exigencias de los grandes centros financieros. Así, bajo la consigna del pago de la deuda externa se reduce la escasa protección estatal a la población, sectores enteros de la producción se vuelven “inviables” y no competitivos, no cesa de incrementarse la crisis social y, con ella, las expectativas de buena parte de la población de emigrar hacia las sociedades prósperas. Pero aquí, la creciente liberalización de flujos que caracterizaría a la globalización nos muestra su carácter profundamente asimétrico:
El flujo de capitales, casi completamente liberalizado, muestra un saldo neto favorable al “Norte” (los países ricos obtienen más de lo que invierten en las naciones pobres); por tanto, los flujos dominantes se mueven en la dirección Sur-Norte. En cambio, el intercambio mercantil va principalmente de Norte a Sur, debido a que las instancias transnacionales imponen el desarme arancelario a los segundos pero no a los primeros, que recurren con frecuencia a medidas proteccionistas (como la Política Agraria Común de la Unión Europea). Por su parte, los flujos de personas van… donde pueden. Por una parte, la extendida imagen de “invasión” que predomina en el Norte no da cuenta de la gran importancia de las migraciones Sur-Sur; tampoco tiene en cuenta cómo los países del Norte promueven frecuentemente inmigraciones de mano de obra cualificada, aprovechando los recursos formativos existentes en países menos desarrollados; además, bajo la propaganda contra la criminalidad organizada (mafias de tráfico de personas) y la supuesta relación entre inmigración y delincuencia se va construyendo la imagen del extranjero peligroso, operación que culpabiliza a las víctimas, borrando todo rastro de las responsabilidades del “Norte” en la movilización de las migraciones contemporáneas. En todo caso, parece importante interrogarnos sobre cuál es la coherencia de políticas que liberan los flujos de capital, reclaman el desarme arancelario y, simultáneamente, pretenden cerrar sus fronteras al desplazamiento de personas. ¿Liberalismo, cinismo, nuevo imperialismo?

III. La inmigración extranjera: el caso específico de Euskadi en el marco del estado español: ¿cuestión de número?

Tras este rodeo inicial podemos centrarnos directamente en el tema que nos convoca. La inmigración extranjera ¿nos afecta? ¿en qué medida? ¿cuáles son sus características? No es este el lugar para realizar un análisis pormenorizado, por tanto, me limitaré a señalar algunos rasgos que nos permitan: 1) ir un poco más allá de las opiniones surgidas de experiencias limitadas y de la resonancia que tienen los mensajes mediáticos, y 2) señalar algunas peculiaridades del “modelo inmigratorio” de Euskadi respecto a otras zonas del estado español.
En primer lugar, prestemos atención a la magnitud del fenómeno. Claro que para medirlo tenemos, primero, que saber de qué estamos hablando. Etimológicamente “inmigrante extranjero” es toda persona que reside en un país proveniente de otro. Según esta definición, podemos constatar que en la década comprendida entre 1991 y 2001 el número de personas extranjeras en situación de residencia regular se incrementó un 207% en toda España (de 360.655 a 1.109.060) mientras que en Euskadi lo hizo en un más discreto 107% (de 9.412 a 19.515). El resultado de estas evoluciones dispares significó que el conjunto de extranjeros que viven en el País Vasco representan un porcentaje menor respecto al conjunto del Estado, en la actualidad (1,8%) que en 1991 (2,6%). Atendiendo tanto al volumen como a la composición de la inmigración podemos constatar que existen diferentes modelos migratorios territoriales. Por ejemplo, Baleares y Alicante se caracterizan por una mayor densidad (proporción de extranjeros sobre la población total) y el predominio de extranjeros de países del “primer mundo”; en Madrid y Almería, en cambio, la densidad alta está acompañada por mayorías del “tercer mundo” (latinoamericanos en Madrid, africanos en Almería); en cambio, Euskadi se caracteriza por una baja densidad y una composición más equilibrada de la población extranjera (56% del tercer mundo, 44% del primero).
Claro que ante esta descripción puede objetarse: extranjería no es sinónimo de inmigración, porque la inmigración es una producción social “que se aplica, no a los inmigrantes reales, sino a algunos de ellos”, a los que se inviste de ciertas características negativas” (extranjero, intruso, pobre, inferior o atrasado, etc.)3 . De esta manera, lo “socialmente admitido” es que no hablamos de extranjería sino de una parte de estas poblaciones; así se produce una cierta invisibilidad de los extranjeros procedentes de países “ricos” y una sobreexposición de los originarios del “sur”. Y aquí conviene no olvidar que las percepciones más o menos espontáneas de la población vienen reforzadas, cuando no preconfiguradas, por las intervenciones estatales, que construyen e impulsan tales diferencias4 .
Ante la “evidencia” de las imágenes socialmente construidas no es fácil asimilar datos como los siguientes: no es verdad que los europeos del “norte” vivan en España sólo como rentistas en busca de un clima agradable: la mayoría son personas activas que “ocupan” puestos de trabajo, escolares, recursos sanitarios, etc. Por ejemplo, en el sistema de Seguridad Social había, a finales de 2001, 170.000 cotizantes de países del Espacio Económico Europeo frente a 176.000 africanos y 165.000 latinoamericanos; mientras que en las escuelas hay 30.000 alumnos del “primer mundo”, sobre un total de 107.000 alumnos extranjeros.
En todo caso, partiendo de observaciones de sentido común podría argumentarse que la comunidad autónoma del País Vasco está en mejores condiciones que otras para establecer políticas dirigidas a lograr una inserción no conflictiva y más favorable a los derechos de los ciudadanos de origen extranjero. ¿Por qué?, pues porque estamos ante una población numéricamente reducida que, además, en buena parte se compone de personas de países de la Unión Europea. En ese sentido, tanto el esfuerzo presupuestario como los posibles “costes electorales”, derivados de posibles resistencias y rechazos de la población autóctona, podrían ser limitados. Sin embargo, con ser esto cierto, también es necesario tener en cuenta que no es el número la clave de estos asuntos; una prueba de ello es que las percepciones ciudadanas y el debate se instalan en términos similares por doquier, haya o no presencia destacada de colectivos inmigrantes. Por tanto, los márgenes de maniobra políticos y ciudadanos dependen de los términos en que se construya la imagen acerca de lo que representa este fenómeno social. Y ello requiere reflexión sobre algunas cuestiones de fondo. Señalemos aquí un par de ellas.

IV. Inmigración, ciudadanía y democracia

En un primer abordaje, parece fácil establecer líneas divisorias respecto a las actitudes hacia los inmigrantes. De un lado, los xenófobos y racistas declarados; de otro, quienes muestran solidaridad, respeto o conmiseración por estas personas. Sin embargo, la pretendida claridad de estas fronteras comienza a diluirse cuando profundizamos algo en el asunto. Porque, ¿cuántos de los que nos situamos en el segundo grupo estaríamos dispuestos a admitir la plena igualdad de derechos de los inmigrantes, en tanto ciudadanos de esta sociedad? Aquí suele producirse la colisión entre dos principios que, habitualmente, suelen considerarse como legítimos y complementarios pero que, lógica y prácticamente, están en conflicto. Por una parte, en tanto democráticas, estas sociedades se sustentan en argumentos como la igualdad ante la ley y el principio de “una persona un voto”. Por otra, en tanto sociedades-estado *nacionales*5 , se da por supuesto que la legitimidad ciudadana corresponde únicamente (o en primer lugar) a “los del país” y sólo de forma subsidiaria, y siempre condicional, a “los de fuera”. Así, lo que desde el segundo punto de vista aparece como legítimo e incuestionable (“prioridad a los de casa”) choca con los postulados democráticos (igualdad de derechos de todos los ciudadanos). En definitiva, nos encontramos ante la necesidad de pensar y redefinir los conceptos de ciudadanía y democracia, desvinculándolos de alguna manera de la “nacionalidad de origen” y refiriéndolas bien a una ciudadanía universal o bien a una que se base en el criterio de la residencia. Cuestión que, como no se nos escapa, dista de ser simple y que nos sitúa ante contradicciones que no pueden de ninguna manera reducirse al simple esquema racismo/antirracismo que mencionábamos al comienzo de este apartado.
Desde una postura consecuentemente democrática el horizonte que debería plantearse a los inmigrantes es el del pleno acceso a la ciudadanía: en tanto personas que se radican en esta sociedad deberían poder acceder a un estatuto formal libre de discriminaciones. Esto pasa por la plena vigencia de sus derechos políticos. Hoy este enunciado aparece como un objetivo de máximos pero, en realidad, debiera ser un mínimo desde la perspectiva democrática, puesto que se trata apenas de la garantía formal de poder defender sus derechos en pie de igualdad, de ninguna manera una garantía material de su real acceso a la igualdad6 . De todas maneras este reconocimiento “meramente formal” tendría consecuencias de importancia: por ejemplo, permitiría afrontar el paternalismo que suele implicar la relación autóctonos/inmigrantes, legitimar la presencia de éstos en todos los ámbitos ciudadanos, incluso reducir la necesidad de atención diferenciada para los mismos (hoy “objeto de atención” de servicios sociales y de grupos solidarios) y redefinir algunas agendas políticas (pensemos, por ejemplo, en cómo podría afectar a la política municipal de segregación urbana practicada en El Ejido el derecho de voto de la población inmigrante).
Sin embargo, no parece que este debate esté actualmente en el centro de la “cuestión migratoria”. ¿A qué se debe este sintomático silencio? Entre las posibles respuestas a este interrogante nos interesa mencionar dos. En primer lugar, la “naturalización” de la concepción nacional de las sociedades, que da por supuestas cuestiones como el vínculo necesario entre un pueblo-un Estado, la adscripción de las poblaciones a determinados territorios, o la centralidad de los estados nacionales. En la práctica los discursos universalistas o cosmopolitas son meros epifenómenos que no calan en profundidad en la firmeza con que se arraiga la concepción “nacional”. Cuestión que no puede despacharse con la formulación de algunas consignas más o menos originales. Como señalaré más adelante, esto nos sitúa de lleno en las contradicciones que caracterizan al núcleo del capitalismo contemporáneo.
En segundo lugar, las actitudes de temor y rechazo hacia los inmigrantes por parte de sectores importantes de la población autóctona. El miedo a lo desconocido, a la “contaminación” e incluso a ser dominados (por pobres, bárbaros, salvajes, infieles…) no son sólo prejuicios o cuestiones explicables por la psicología de las multitudes. Por el contrario, se ven azuzados por inseguridades mucho más concretas, como el temor a un deterioro de las condiciones de vida materiales (por ejemplo, a perder el empleo o los recursos asistenciales del Estado, debido a la competencia de los recién legados). Esto es lo que podríamos denominar como el síndrome de la cola y los colados: muchas personas autóctonas sienten que llevan mucho tiempo esperando turno para disfrutar algo de la prosperidad que caracteriza al capitalismo desarrollado; de repente nos dicen que llegan oleadas de gente a apuntarse al reparto ¡y que, además, no quieren guardar turno! (es aquí donde cala el mensaje de la “invasión”, aun en situaciones en que las cifras de nuevos flujos migratorios no lo corrobore). Los que esperamos nuestro turno en la cola “sabemos” que los que llegan son “poco civilizados”, y que sus necesidades pueden impulsarlos a no guardar las normas debidas. Además, las autoridades nos dicen que peligra el reparto (la estructura de la cola,si “ellos” no respetan las normas, y la consecución de las recompensas, que no alcanzarán para todos) e incluso nuestros escasos bienes y la propia seguridad personal (puesto que muchos de ellos son delincuentes).
Ante esta situación, construida pero real, se abren distintas posibilidades: a) unos buscarán impedir que lleguen nuevas “oleadas”, para que no alteren el sistema de turnos (que tanto nos ha costado conseguir; b) otros preferirán ordenar la llegada, informar a los recién llegados, ayudarlos, asesorarlos… para que sepan colocarse en el último lugar de la cola, o incluso crear colas específicas para ellos; c) un tercer sector favorecerá que algunos se mezclen en la cola con nosotros; incluso les cederá puestos solidariamente, aunque no en todas clase de colas (sí en la del empleo, no en las del poder, etc.). Aunque las consecuencias prácticas de cada una de estas respuestas son diferentes, es importante tener presente que todas comparten unos fundamentos comunes: no se cuestiona la legitimidad del sistema de colas (se da por supuesta la “escasez”, la idoneidad del sistema de “guardar turnos”, y la prioridad de unos sobre otros). Lo que no parece estar en cuestión es ¿no existe la posibilidad de estructurar otro sistema de “reparto social”?

V. Los límites de la ciudadanía: precariedad vs. derechos formales

Si, a pesar de estas dificultades, defendemos los derechos de ciudadanía plena para los inmigrantes nos topamos con otro problema: la competencia, entre pobres, por recursos escasos. Aquí la opción por los inmigrantes puede generar rechazo y resentimiento de parte de las franjas de población que viven en situación precaria o están atemorizadas por el riesgo de perder calidad de vida. Fijándonos obsesivamente en un colectivo “excluido” (los inmigrantes del “Sur”) y reivindicando sus derechos ciudadanos, podemos olvidarnos de la situación social de franjas importantes de la población autóctona que viven precariamente en la situación actual, y de una acción que apunte a la globalidad de las causas de estos problemas (estatales e internacionales).
No olvidemos que vivimos en el modelo social tipo “guitarra”, que la llamada flexibilización no afecta sólo a los sectores más precarizados, sino que expone a sectores crecientes de población a situaciones de inestabilidad. En la dinámica actual, las intervenciones a favor de los inmigrantes corren el riesgo de constituirse en una estrategia unidireccional, bienintencionada, que puede tener resultados catastróficos. En el mejor de los casos, reivindicando los derechos de la inmigración, podríamos llegar a un modelo “multiculturalista”, en el que florezcan cien flores (marchitas), constituidas por zonas étnicamente homogéneas, sin contacto de unas con las otras, compitiendo por recursos crecientemente escasos.
En tal caso, los derechos formalmente reconocidos a los extranjeros sólo añadirían un componente social más a un escenario signado por la competencia, la desconfianza y las prácticas excluyentes. Probablemente, muchos de los inmigrantes conseguirían una “integración en la precariedad”, viviendo como una parte de los autóctonos, configurándose como sujetos débiles, susceptibles de ser las víctimas propiciatorias de la anunciada “guerra de civilizaciones” que tanto se agita desde ciertos círculos de pensamiento hegemónico.
Por tanto, nos encontramos ante lo que parece un callejón sin salida. Nos planteamos inicialmente confrontar con los discursos excluyentes (tipo Le Pen) que argumentan contra la presencia de extranjeros arguyendo que estos atentan contra las condiciones de vida de los autóctonos. En un primer momento se aduce que no es así, puesto que el grueso de los inmigrantes (del “Sur”, claro) ocupan puestos de trabajo que los autóctonos rechazan. Sin embargo, movidos por nuestra postura solidaria, reivindicamos la plena igualdad de derechos de los nuevos miembros de nuestras sociedades. Si lo conseguimos, habremos derribado las barreras formales que permiten a los inmigrantes… competir libremente con los nativos por puestos de trabajo y recursos sociales. Con lo cual acabaremos dando la razón al discurso xenófobo que habíamos combatido. Así, la situación parece abocarnos a una de estas dos situaciones: a) o nos conformamos con que los inmigrantes se sitúen en las peores circunstancias sociales (la parte inferior de la “guitarra”), o b) defendiendo sus derechos, alimentamos la reacción intolerante de sectores de la población autóctona. ¿Tenemos salidas a este dilema? ¿Hay formas de responder con rotundidad al discurso gubernamental que nos tilda de “progres trasnochados”, que no hacemos sino alentar inconscientemente el crecimiento de la ultraderecha?

VI. La inmigración: un espejo de aumento

La cuestión planteada dista de ser simple. Precisamente porque nos devuelve a la complejidad de los problemas de la sociedad en su conjunto. En este sentido, la estrategia de promover cambios sociales desde una parcela limitada (en nuestro caso la población inmigrante) nos muestra claramente sus límites. En realidad, la inmigración nos devuelve la imagen de nuestra propia realidad social, aumentada y exacerbada, puesto que podemos observar, concentrados en ciertas poblaciones, espacios y períodos cortos de tiempo, procesos que atraviesan al conjunto de la sociedad, aunque de forma más atenuada.
A pesar de lo que el “prisma nacional” nos diga, los inmigrantes no son elementos externos al sistema social: viven, producen y se reproducen en estas sociedades; la fantasía de quitarlos del medio, para eliminar problemas no es más que eso: fantasía irrealizable. Son síntoma, a la vez que actores, de procesos sociales que nos incluyen y desbordan a todos. Muestran, por ejemplo, la inestabilidad constitutiva de este ordenamiento social, en el que el “progreso” (identificado con crecimiento económico) exige la continua reestructuración de las formas productivas y de la fuerza de trabajo. Sea con migraciones campo-ciudad (como las de los ’50 y ’60), sea con la incorporación de nuevos segmentos de población al mercado de trabajo (como la de las mujeres en los ’80), o con la llegada de mano de obra extranjera (especialmente a partir de los ’90), la pretendida estabilidad de las poblaciones trabajadoras se ve permanentemente puesta en cuestión. Si, además, a esto le sumamos un deterioro de derechos sociales conseguidos en períodos anteriores, es de esperar que se extiendan sentimientos más o menos difusos de malestar social.
Una de las cuestiones centrales que plantea este malestar social es la dificultad para identificar las causas de los problemas, que se sitúan en un nivel de abstracción que resulta inasible para buena parte de la población: el mundo de las grandes finanzas internacionales, los organismos transnacionales, las burocracias supraestatales, etc. Ante esta aparente dictadura del “mundo de la abstracción” existe la tendencia de oponerle la “alternativa de lo concreto”. Por un lado, ese es un componente de la nueva ultraderecha europea, que denuncia la burocracia comunitaria en nombre de los intereses de la nación, o a la especulación financiera a favor de las actividades directamente productivas, etc. Desde postulados ideológicos muy diferentes, buena parte del (mal) llamado movimiento antiglobalización postula la centralidad de los pueblos, la agricultura biológica, el medio ambiente, etc., otras modalidades de “lo concreto”. A nuestro juicio, esta forma de plantear la cuestión no logra trascender las categorías impuestas por las propias formas de socialidad capitalista7 . Pero ésta es una cuestión que nos llevaría muy lejos.
Lo que conviene retener aquí es que el malestar que inducen los flujos migratorios internacionales no se derivan (sólo) de falta de información, de supuestas invariantes psicológicas ante lo desconocido o de estereotipos ideológicos, sino que se asientan en procesos sociales “objetivos”, relacionados con la permanente movilización y reconfiguración de la sociedad que producen las formas capitalistas, especialmente aceleradas en el actual período de “globalización”. Por ello, la inmigración nos remite, necesariamente, al modelo de capitalismo contemporáneo y a las respuestas que puedan erigirse socialmente al mismo. En ese sentido, no cabe olvidar que los movimientos de extrema derecha han expresado históricamente una reacción (bien que en extremo reaccionaria) hacia algunas formas del capitalismo8 , y que si no surgen movimientos sociales que se hagan cargo, en otra dirección, de dicho malestar, nuestras actuales proclamas a favor de un derecho de ciudadanía universal pueden convertirse en un boomerang que azuze nuevamente a la extrema derecha.
Por ello, ante la pusilánime estrategia del “virgencita, que me quede como estoy”, consistente en no dar pasto a los ultras a costa de combatir la inmigración, cabe la perspectiva,ingrata y aún no explicitada, de integrar la cuestión migratoria dentro del contexto en el que efectivamente se constituye: el de las sociedades del capitalismo global.

BIBLIOGRAFÍA

COLECTIVO IOÉ, Trabajadores, inmigrantes ciudadanos, Universitat de Valencia, (Patronato Sud Nord), 1999.
DELGADO RUIZ, Manuel, ¿Quién puede ser inmigrante en la ciudad?, Mugak 18, p.9.
POSTONE, M., “La lógica del antisemitismo”, en POSTONE y otros, La crisis del estado-nación. Antisemitismo, racismo, xenofobia, Alikornio, Barcelona, 2001, pp. 19-42.

  1. Miembro de Colectivo Ioé. http://www.nodo50.org/ioe/ e-mail: ioe@nodo50.org
  2. Obviamente, la plasticidad de las imágenes visuales no da cuenta de la complejidad de las estructuras sociales. Conviene resaltar que se trata sólo de un recurso “visual” que permite destacar el cambio que se ha producido, pero no dar cuenta de todos sus matices. Por ejemplo, más que una dualización entre “instalados” y “precarios” existen diversos ejes de segmentación, nunca establecidos de forma estable y cerrada, que desdibujarían en buena medida la imagen de la guitarra.
  3. Manuel Delgado Ruiz, ¿Quién puede ser inmigrante en la ciudad?, Mugak nº 18, pág. 9.
  4. La regulación jurídica distingue entre extranjeros “comunitarios” y “extracomunitarios”; a su vez, estos últimos pueden estar adscritos al régimen Comunitario o al General (los primeros no requieren de permiso de trabajo para desempeñar actividad laboral). Entre los regulares, existe una gradación en función de la duración del tipo de permiso otorgado (desde un año a la residencia permanente) y también existen diversas modalidades de acceso a la nacionalidad española. Por otra parte, las referencias al “tráfico” de personas se vuelcan sólo hacia los extracomunitarios, puestos que los ciudadanos de la U.E. tienen libertad de movimientos, mientras que los actos de delincuencia parecen atribuibles sólo a los inmigrantes no comunitarios, circunstancia no corroborada por las propias estadísticas policiales.
  5. Aunque la situación no es la misma, en muchos aspectos, en una nación-estado que en otra que no pueda ejercer su autodeterminación, para la cuestión que estamos tratando no existen diferencias sustanciales. Por tanto, a efectos del recorte de derechos de los extranjeros resulta indiferente que se trate del estado español como de un eventual estado vasco (lo único que eventualmente cambiaría sería la configuración de las poblaciones “nacional” y “extranjera”).
  6. Por otra parte, se trataría de reconocer derechos de los ciudadanos, no de colectivos, grupos o etnias, fantasma que suele agitarse partiendo de la hipótesis de que “ellos” constituyen una masa internamente homogénea y extraña respecto a “nosotros”, como si al tener oportunidad de ejercer derechos políticos fueran a actuar de forma unívoca y diferenciada. En todo caso, si se llegara a ese resultado sería por el resultado de prácticas de exclusión y separación: la existencia de comunidades étnicas segregadas no es una realidad vigente, un dato de partida, sino el eventual resultado de determinadas estrategias sociales y políticas.
  7. Haciendo una necesaria referencia a postulados teóricos relativamente olvidados, puede resultar oportuno cuestionar la aparente claridad y oposición entre estos dos términos (abstracción/concreción). Según una interpretación que nos abre otras perspectivas de análisis e intervención, estaríamos ante una distorsión de la realidad, producida por el fetichismo propio de la sociedad capitalista: “Uno de los aspectos del fetiche es que las relaciones sociales capitalistas no se manifiestan como tales; más aún, se presentan de forma antinómica, como oposición de lo abstracto y lo concreto. Y puesto que las dos caras de la antinomia son objetivadas, cada una aparece como casi natural: la cara abstracta toma la forma de leyes naturales ‘objetivas’ y la cara concreta aparece como naturaleza puramente material” (M. POSTONE, “La lógica del antisemitismo”, en POSTONE y otros, La crisis del estado-nación. Antisemitismo, racismo, xenofobia, Alikornio, Barcelona, 2001, pág. 29). Por tanto, lo pretendidamente “natural” no es ningún elemento exterior al sistema sino que es inmanente al mismo y, por ello, no puede constituirse en alternativa al mismo.
  8. En este sentido cabe recordar los componentes obreristas de las S.A. nazis o ciertas manifestaciones iniciales del fascismo italiano, dirigidas contra la “plutocracia”, las oligarquías y el poder patronal. En otro contexto, y salvando las distancias, el “inexplicable” desplazamiento de votos desde el Partido Comunista francés al Movimiento nacional de Le Pen tiene ese transfondo común, basado en las “políticas de lo concreto” como supuestas salvaguardias contra los abusos de la abstracción.

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