Ikasle atzerritarren eskolatzea: egoera eta etorkizuna

Universidad de Girona

Disertar sobre la escolarización del alumnado implica hablar de éxito escolar. Es cierto que el sentido del “éxito escolar” puede tener acepciones distintas, pero no me cabe duda que cualquier concepción debe incluir la adquisición por parte del alumnado de las competencias básicas para poder incorporarse (y vivir felizmente) en la “sociedad de la información y del conocimiento” que nos toca vivir ya entrado el siglo XXI.

Por eso, debo de comenzar mi aportación a este ciclo exponiendo hasta qué punto nuestros sistemas educativos garantizan el éxito escolar del alumnado de origen extranjero. Y, ciertamente, los datos con los que contamos muestran que este alumnado está muy lejos de alcanzar el éxito escolar. En Cataluña, cerca del 50% del alumnado de origen extranjero de sexto de primaria no alcanza las competencias básicas en lenguaje y matemáticas. Este dato se repite en las pruebas PISA con el alumnado de 15 años de modo que la diferencia de puntuación en las distintas pruebas llega a sobrepasar los 80 puntos a favor del alumnado nacional. Además, esta tendencia con mayor o menor intensidad se produce en la inmensa mayoría de los países de la OCDE.

No obstante, los discursos educativos y las demandas a la educación formal acentúan la enorme importancia de que la escuela garantice el éxito de todo el alumnado independientemente del género o de sus orígenes sociales, étnicos o lingüísticos. De hecho, en la última década de la mano de dichas demandas se han extendido dos ideas: la inclusión escolar y la educación intercultural. En mi exposición abordo ambos conceptos e intento explicar sus implicaciones respecto a la escolarización del alumnado de origen extranjero.

LA EDUCACIÓN INCLUSIVA

Breves notas sobre la escuela inclusiva

Tradicionalmente la cultura escolar ha considerado la homogeneidad como un valor para la práctica educativa (Vila y Casares, 2009) . De hecho, no fue hasta bien entrado el Siglo XX que de la mano del término “necesidades educativas especiales” se propuso la integración de toda la infancia y la adolescencia en los mismos centros escolares .

Poco a poco, la noción de integración ha dado a paso a la de inclusión que presenta cambios importantes respecto a la primera. Así, frente a la concepción de “integrar” en una escuela que no cambia o cambia poco, “incluir” presupone concebir una escuela que crea sentido de comunidad y que acepta el compromiso de lograr el éxito para todas las personas a partir de ofrecer respuestas educativas adecuadas a cada una (Stainback y Stainback, 1999).

Narodowski (2008) muestra que en el origen de los sistemas educativos tutelados por el Estado estaba la promesa de enseñar todo a todos y, desde entonces, el problema planteado ha sido ¿cómo enseñar todo a todos? Detrás de esta promesa había dos ideas potentes enraizadas en la historia de la educación escolar. De una parte, la consecución de la igualdad y, de la otra, la homogeneización identitaria en la sociedad (especialmente la nación) como garantía de la cohesión social. Sin embargo, ambos objetivos comportaban dos malentendidos. De una parte, la búsqueda de la igualdad a partir de dar a todos lo mismo y de la misma manera olvidaba que en origen no todas las personas estaban en la misma posición ante la educación y, por tanto, la misma oferta educativa comportaba resultados muy dispares que alejaban la promesa de la igualdad. De la otra, el deseo identitario homogeneizador significaba una selección de contenidos –los valores e intereses de los grupos dominantes- que acallaban las voces identitarias que no se reconocían en dichos contenidos.

Por eso, incluir significa “reunir los esfuerzos de distintos sectores de la sociedad para brindar una educación sensible a las necesidades específicas de cada sector, compensando las desigualdades, facilitando el acceso, la permanencia y el progreso a aquéllos que más lo necesiten, desde una lógica de la redistribución, en un sentido económico y del reconocimiento, en un sentido cultural” (Narodowski, 2008:22).

Esta concepción se aleja de las ideas que en 1980 favorecieron la integración escolar como alternativa a los modelos segregados de currículo y escuelas para necesidades educativas especiales. La integración escolar comportó medidas como la restructuración y mejora de los edificios, el aumento de clases especiales o de refuerzo, la incorporación a los colegios de profesorado de educación especial, la creación de material didáctico específico y, evidentemente, la incorporación a las aulas ordinarias de una parte del alumnado etiquetado con necesidades educativas especiales. Pero, como señala UNESCO (2008), “la integración, que se ocupa principalmente de estudiantes con deficiencias leves, corre el riesgo de convertirse en un dispositivo retórico más que en una realidad práctica; puede llegar a ser más una modificación espacial del aula que una modificación del contenido del currículo y la pedagogía relevantes para las necesidades de aprendizaje de los niños” (2008:10). De hecho, el mismo documento critica duramente la concepción acerca de la existencia de personas con “necesidades educativas especiales” ya que, desde su punto de vista, se basa en una premisa falsa “ya que todos los niños pueden tener dificultades de aprendizaje, muchos niños con discapacidad no tienen problema alguno para aprender, y es frecuente que niños con insuficiencias intelectuales se desempeñan muy bien en determinadas áreas de estudio” (2008:9).

Los resultados de la integración escolar –entendida como “añadir” alumnado a las escuelas y los currículos comunes y cerrar escuelas de educación especial- mostraron que el modelo no respondía a la diversidad de expectativas y necesidades del alumnado, lo cual indujo a pensar que la cuestión no era sólo “añadir” alumnado “especial” a las aulas ordinarias, sino a la vez repensar el modelo de “igualdad” que transmitía la escuela tanto desde los contenidos como de su organización. Es decir, no se trataba de que el “nuevo” alumnado se adaptara a las normas, hábitos, estilos y prácticas educativas existentes en el modelo escolar, sino establecer cambios institucionales, curriculares y didácticos para adaptar la escuela a todo el alumnado.

En este contexto, ya en el Siglo XXI, nace la escuela inclusiva o la educación inclusiva. UNESCO (2008) aborda la inclusión en los siguientes términos:

“La educación inclusiva puede entenderse como un principio rector destinado a alcanzar niveles razonables de integración escolar de todos los estudiantes. En el contexto de una visión más amplia de la integración, la educación inclusiva supone la formulación y aplicación de una vasta gama de estrategias de aprendizaje que respondan precisamente a la diversidad de los educandos. En este sentido, los sistemas educativos deben responder a las expectativas y necesidades de los niños y jóvenes teniendo en cuenta que la capacidad de ofrecer oportunidades reales de aprendizaje sobre la base de un esquema “rígido” de integración es muy limitada. Esto es lo que se puede calificar de paradigma de colocación ; es decir, cuando la educación inclusiva se conceptualiza como un “lugar” y no como un servicio ofrecido en el aula de educación común como punto de referencia” (2008: 10).

Del tratamiento de la diversidad en el aula a la escuela inclusiva hay un paso muy importante que está en relación directa con las características de la sociedad de la información. Sin embargo, a pesar de las declaraciones de las instituciones políticas a favor de la inclusión, la realización y concreción de escuelas inclusivas requieren cambios muy importantes que se enfrentan a notables desafíos como la modificación de las actitudes socialmente mayoritarias favorables a la segregación y la discriminación , la preparación pedagógica del profesorado, la existencia de recursos limitados o de organizaciones escolares inadecuadas o la incomprensión de los efectos sociales de la marginación y la exclusión.

En definitiva, la inclusión educativa no acepta el término de “necesidades educativas especiales” y aboga por la introducción de cambios institucionales, curriculares y didácticos que permitan la adaptación de las escuelas a las necesidades educativas de todo el alumnado. Y, por tanto, la inclusión trata que toda la infancia y la adolescencia, independientemente de las diversidades culturales, sociales y de aprendizaje, tenga las mismas oportunidades de aprendizaje en todas las escuelas. El centro de atención se sitúa en la creación de entornos inclusivos, lo cual implica: a) el respeto, la comprensión y la atención a la diversidad cultural, social e individual (respuesta de los sistemas educativos, escuelas y docentes a las expectativas y necesidades de los alumnos); b) el acceso en condiciones de igualdad a una educación de calidad; y c) la estrecha coordinación con otras políticas sociales (UNESCO, 2008).

Algunas consecuencias de la inclusión escolar

En primer lugar, la educación inclusiva –al igual que la educación intercultural- es para todo el alumnado. Ya he señalado que este concepto no acepta la existencia segregada de una parte de la infancia y la adolescencia con “necesidades educativas especiales”. En sentido contrario, afirma que toda la infancia y la adolescencia tienen necesidades educativas y el reto consiste en introducir los cambios necesarios para atender las de todo el alumnado. Sin embargo, existe una gran distancia entre esta concepción y lo que ocurre en las aulas o se promueve desde la administración educativa. En concreto, hay dos grandes ámbitos de discrepancia. Uno, de modo general se continúa pensando en la integración y no en la inclusión. Y, por tanto, se sigue pensando en cómo “integrar” a una escuela que no debe ser modificada a alumnado que presenta necesidades educativas específicas incompatibles con el funcionamiento habitual de las organizaciones escolares. Por ejemplo, en relación con el alumnado extranjero de reciente incorporación que desconoce la lengua escolar se proponen medidas para que “aprenda” la lengua de la escuela y, en muy pocas ocasiones, se consideran los cambios necesarios organizativos y didácticos para que, independientemente de su conocimiento de la lengua escolar progrese académicamente (Vila, 2006). Dos, en una gran parte de nuestras escuelas existen discursos ampliamente consensuados entre el profesorado que consideran a las familias inmigrantes como “deficitarias”, ya sea a nivel social, económico o bien desde el punto de vista de sus recursos educativos o de las estrategias parentales para crear contextos familiares estimulantes que sienten las bases para el éxito escolar. Así, nuestra “cultura escolar” prioriza unos determinados perfiles de estudiantes y de familias por encima de otros, concretamente aquellos que comparten el modo de hacer que la escuela considera necesario para el éxito escolar de su alumnado (Vila y Casares, 2009). Esta cultura escolar impregna los discursos de los docentes y, en consecuencia, también su práctica educativa, promoviendo en clase la participación de aquellos estudiantes que asumen el modelo dominante y desatendiendo -o bien invisibilizando– a aquellos estudiantes que tienen otras prácticas culturales y lingüísticas, especialmente las que son muy distintas de las que predominan en la sociedad de acogida (Lalueza, Crespo, Pallí y Luque, 2001).

En segundo lugar, la educación inclusiva asume la naturaleza históricamente multicultural de las sociedades. Ello supone un cambio copernicano en nuestra cultura escolar. Así, en nuestra tradición la noción de ciudadanía y su concepto asociado de identidad tienen un papel central en los procesos escolares de socialización. La concepción de la escuela republicana francesa es probablemente su mayor exponente. Heredera de la Revolución de 1789, su propósito es construir ciudadanos y ciudadanas libres e iguales y mejorar la nación. Desde esta perspectiva, la escuela se concibe como un instrumento del Estado que, como una telaraña, articula educativamente la sociedad. Una de sus finalidades es “nacionalizar” el territorio y, en consecuencia, formar la “conciencia nacional”, la “identidad nacional”, cuya matriz se encuentra en la propia institución escolar.

Esta concepción no es ajena a una visión unidireccional de la identidad individual. La Revolución Francesa es el exponente intelectual de un pensamiento que aboga por eliminar cualquier forma de intermediación (gremios, asociaciones, etc.) entre el Estado y las personas. La noción de ciudadanía relacionada con la modernidad significa que cada persona, independientemente de su origen y creencias, tiene los mismos derechos que las otras personas “individuales” y, a la vez, está obligada por los mismos deberes, en forma de leyes, que son el resultado del “contrato social” y del “bien común”. El Estado, constituido en nación a partir de la asociación libre de las voluntades individuales, es el garante de la libertad y, por tanto, la adscripción identitaria de las personas sólo se entiende como una adscripción nacional de forma que las personas se identifican como españolas, francesas o alemanas .

Por eso, la ciudadanía queda despojada de cualquier rasgo privado como la lengua, el género, la etnia, la religión o semejantes. La construcción de la identidad nacional es un asunto público, común y único, en el que la diversidad social existente debe de ser domada en el ámbito escolar en el sentido de transformar la “barbarie” en igualdad y libertad individual. Las diferencias individuales son un asunto privado que no pueden considerarse en el ámbito de lo público y, por eso, lo verdaderamente importante es construir una identidad única, ligada a la ciudadanía, y adscrita al Estado convertido en nación.

A pesar del aumento de la diversidad en las sociedades que se han construido desde esta matriz identitaria, estas ideas siguen muy presentes. Vale como ejemplo los exámenes y cuestionarios que deben de cumplimentar las personas extranjeras que desean obtener determinadas nacionalidades. Así, se les exige el conocimiento de la lengua oficial –o común- o la superación de pruebas relacionadas con la historia oficial de la nación o de las “costumbres” y “hábitos” de las personas nacionales. O las ideas ampliamente extendidas según las cuales el aprendizaje de la lengua es la puerta de la integración.

El liberalismo cultural ha cuestionado esta concepción (Gutmann, 2008; Kymlicka, 1996, 2009; Taylor, 1993, 1996) y ha promovido la política de “reconocimiento” junto con la necesidad de mantener la cohesión social a partir de la asunción colectiva de la existencia de una “diversidad profunda” en las sociedades actuales.

Las implicaciones educativas de este planteamiento son muchas y diversas. En los últimos años, la distinción entre significado y sentido (Coll, 1988; Coll y Falsafi, 2010; Rebollo y Hornillo, 2010) ha evidenciado que, junto a la implicación cognitiva del alumnado, es tan o más importante su implicación afectiva o emocional a lo largo del proceso de enseñanza y aprendizaje. En otras palabras, si el conocimiento se construye actuando con el objeto de conocimiento, difícilmente se puede actuar con “algo” que no tiene sentido para el alumnado. Pero, dicho sentido (en relación a un determinado contenido o actividad de enseñanza y aprendizaje) no se puede conceptualizar como “o todo o nada”. Al contrario, la posibilidad de atribuir sentido (y la posibilidad de construir aprendizaje significativo) a lo que ocurre en el contexto escolar está mediada por las experiencias previas de aprendizaje del alumnado. O, en otras palabras, las nuevas experiencias educativas no dependen sólo del conocimiento previo, sino también de las experiencias previas de aprendizaje entendidas como una totalidad. O, dicho de otro modo, de la identidad como aprendiz previamente construida (Coll y Falsafi, 2010). En esta concepción acerca del aprendizaje escolar que aúna los aspectos cognitivos y emocionales cobran gran importancia las propuestas de Taylor (1993, 1996) acerca de la política de reconocimiento. Para este autor la identidad surge siempre en relación con el “otro”. Taylor discute la construcción de la identidad individual (o del yo) y afirma que se construye desde el reconocimiento que hacen (o no hacen) “los otros significativos”, de manera que dicho reconocimiento es indispensable para la afirmación del propio yo y el mantenimiento de la autoestima. En nuestra discusión acerca de la identidad como aprendiz, los otros significativos son muchos agentes diversos, pero una dimensión importante es el profesorado y el resto de iguales que participan en el contexto escolar. Es decir, difícilmente el alumnado de origen extranjero puede atribuir sentido (y realizar aprendizajes significativos) al contexto escolar si no se siente emotivamente implicado desde el reconocimiento por parte de los “otros” de aquello con lo que identitariamente se identifica. Y no cabe duda que en ello hay aspectos sociales, culturales y lingüísticos que tienen poco que ver con lo que mayoritariamente se proclaman desde nuestra cultura escolar.

Desde esta perspectiva, las fronteras entre lo público y lo privado se eliminan ya que el reconocimiento de lo “privado” es un elemento esencial para promover en el ámbito de lo “público” los aprendizajes relevantes para vivir en una sociedad multicultural. Moll i al. (1992) expresan esta idea a partir de su noción de fondos de conocimiento. En breve, estos autores asumen que todas las familias, independientemente de su nivel económico, formativo o de su estructura y organización, disponen de recursos y conocimientos culturales y lingüísticos que apoyan el desarrollo educativo de sus criaturas, los cuales no son reconocidos en el contexto escolar con su consiguiente carga emotiva de exclusión del alumnado (y de las mismas familias). Ello es aún más evidente en relación con aquella parte del alumnado extranjero que recibe los prejuicios y estereotipos acerca de supuestos déficits en su proceso de individualización y socialización.

Pedagogía crítica y educación inclusiva

La pedagogía crítica (Freire, 1970) muestra que las relaciones sociales en el contexto del aula son relaciones de poder o, dicho de otra manera, que la educación escolar nunca es neutra respecto a las relaciones de poder existentes en la sociedad. Más en concreto, Cummins (2000, 2001) distingue entre relaciones coercitivas y colaborativas de acuerdo a la distribución de poder en las aulas particulares y la institución escolar en general. Las relaciones coercitivas se refieren al ejercicio del poder de un grupo en detrimento de un grupo subordinado. En las microinteracciones que se producen en el aula se asume que cuanto más poder tiene un grupo, menos tienen los otros que quedan subordinados al grupo dominante y, a la vez, son percibidos como inferiores. En sentido contrario, las relaciones colaborativas actúan sobre la base de la presunción de que el poder no está fijado, sino que se puede generar en las relaciones interpersonales e intergrupales. El poder se crea en las microinteracciones sociales en el aula y es compartido por los participantes en lugar de ser impuesto por unos sobre los otros. En este tipo de relaciones sociales, los participantes son empoderados de manera que todos y cada uno de ellos afirman su identidad y ganan en eficacia para provocar cambios en su vida o en las situaciones sociales.

Esta distinción está en estrecha relación con la negociación de las identidades que se producen en las relaciones entre el profesorado y el alumnado, pero también entre la institución escolar y las familias. Más en concreto, diferentes autores (Cummins, 2000, 2001; Edwards, 1998; Gregory y Williams, 2000, Moll et al., 1992; Taylor et al., 2008) afirman que el alumnado de origen extranjero y sus familias participan en prácticas lingüísticas y sociales que acumulan saberes, habilidades, valores y actitudes que, como ya he señalado, normalmente son simplemente ignorados (o desconsiderados) por el contexto escolar. En otras palabras la infancia extranjera participa en prácticas educativas familiares y comunitarias que, como hemos visto, especifican fondos de conocimiento (Moll et al., 1992) que pocas veces se utilizan como "material" básico para promover la participación activa de este alumnado en las actividades de enseñanza y aprendizaje. De hecho, la afirmación de que los nuevos conocimientos se construyen a partir de conocimientos ya existentes y de experiencias previas no se aplica a la infancia extranjera, la cual es sometida a prácticas educativas escolares en las que no sólo no se reconoce su bagaje lingüístico y cultural, sino que muchas veces es considerado como un impedimento para el aprendizaje de la cultura y la lengua escolar. Un ejemplo es la constante repetición por parte del profesorado de que muchas familias no pueden ayudar a sus criaturas en los procesos de alfabetización, ya que tienen (o incluso no tienen) habilidades muy limitadas en la lengua escolar.

En nuestras aulas dominan las relaciones coercitivas de poder. Es verdad que en los últimos años en algunas escuelas se han producido de manera tímida algunos cambios que suponen un mayor reconocimiento del bagaje cultural y lingüístico del alumnado extranjero, pero son experiencias muy limitadas, poco conocidas y con poca aceptación entre una buena parte del profesorado que tiene acceso. De hecho, las teorías implícitas acerca de la educación escolar de la mayoría del profesorado y de la administración educativa contienen en su núcleo duro ideas muy alejadas de la educación inclusiva e intercultural. Como ya he señalado se sigue pensando en el alumnado de origen extranjero como un alumnado “especial” que requiere atenciones “específicas” destinadas a su integración escolar, entendida como que pueda hacer aquello que ya hace el resto del alumnado. En muy pocas ocasiones se escuchan voces a favor de esta educación inclusiva e intercultural para todo el alumnado y, evidentemente, en muchas menos se observan propuestas escolares que apunten en dicha dirección.

Por eso, no es extraño que en nuestras aulas dominen las relaciones coercitivas de poder y que en consecuencia una parte del alumnado extranjero (y de sus familias) se desentienda emocionalmente del contexto escolar con las trágicas consecuencias para su rendimiento académico.

Las prácticas educativas que entienden que la implicación emocional del alumnado es tan importante como la implicación cognitiva utilizan la noción de identity investment para comprender cómo se establecen relaciones colaborativas entre el profesorado y el alumnado y sus familias.

El reconocimiento de los fondos de conocimiento lingüísticos y culturales del alumnado extranjero como una de las fuentes principales para promover el conocimiento de la lengua escolar y el éxito académico significa que los textos elaborados por el alumnado en formas diversas (textos orales , escritos, video, tecnologías de la información o combinaciones en forma multimodal) sean también textos identitarios entendidos como artefactos que el alumnado produce y que, a su vez, se los apropia porque su identidad se ve reflejada en ellos. La apropiación de estos artefactos identitarios constituye tanto un espejo en el cual el alumnado ve reflejada su identidad de una manera positiva, como un instrumento en términos vigotskianos para promover su desarrollo cognitivo.

Por el contrario, la participación educativa del alumnado en situaciones coercitivas de poder promueve la producción de textos que no sólo no reflejan su identidad, sino que en muchos casos desde la negación obliga al alumnado a renunciar a ella con las consecuencias trágicas tanto para el aprendizaje lingüístico como para su desarrollo cognitivo y social. En estas situaciones los contenidos del currículo no se relacionan con sus experiencias individuales y colectivas y tampoco se analizan los problemas sociales que son relevantes para sus vidas. Por ejemplo, es muy raro encontrar en la educación secundaria que cuando se habla de África, el alumnado africano sea protagonista y, desde su perspectiva, explique sus características y sobre todo pueda discutir los motivos que han llevado a emigrar a sus familias.

Las consideraciones de la pedagogía crítica acerca de las relaciones de poder en el contexto escolar y, especialmente, sobre cómo se construyen en las microinteracciones en el aula remiten a algunos de los postulados que subyacen a la educación inclusiva e intercultural. De acuerdo con el inicio de esta exposición, retomo nuevamente a Narodowski (2008) para quien la educación inclusiva, entendida para todo el alumnado, comporta reunir los esfuerzos de una comunidad para ofrecer “una educación sensible a las necesidades específicas de cada sector” apoyada en la redistribución de los recursos económicos y el reconocimiento de los distintos bagajes culturales y lingüísticos del alumnado. Desde estas consideraciones, las escuelas inclusivas promueven todas las identidades, permiten la construcción individual de una identidad múltiple de modo que algo del “otro” forme parte de la propia identidad y asegura el éxito escolar de todo el alumnado.

No cabe duda que como proyecto educativo cuenta con todo nuestro apoyo.

BIBLIOGRAFIA
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