Igualdad, derecho al voto de los inmigrantes y proceso de integración

Igualdad, derecho al voto de los inmigrantes y proceso de integración *

Francisco Torres. Universidad de Valencia. Grup d’Immigració Revolta.

A iniciativa de la Asociación Pro-Derechos Humanos de Andalucía y Andalucía Acoge, entre otras entidades, se ha realizado una campaña en petición del derecho al voto en las elecciones municipales de los inmigrantes con residencia estable. Esta iniciativa tiene la virtud de llamar la atención sobre uno de los límites actuales de la integración que se proclama: la exclusión de los inmigrantes de los derechos políticos. El concepto de integración tiene muchos matices y suscita propuestas muy distintas, particularmente por lo que hace a la gestión de la diferencia cultural1 . Sin embargo, existe unanimidad sobre la importancia clave de la participación y de la igualdad de condiciones, derechos y deberes. Estos se consideran aspectos definitorios de un proceso de integración. Ahora bien, la participación y la igualdad que se proclaman tiene su límite en la frontera de la ciudadanía.
La igualdad hace referencia a que se reconozcan los mismos derechos y obligaciones que a los nacionales. En las políticas europeas podemos distinguir dos acentos: uno, que destaca el control restrictivo de la inmigración, mayoritario tras el 11 de septiembre de 2001 y la actual obsesión por la seguridad. Otra línea, hoy en minoría, incide en la “plena equiparación”, la igualdad con los nacionales. Las dos líneas constituyen una tendencia común a las diversas políticas europeas 2 , aunque obedecen a lógicas distintas. En el primer caso, manda la lógica de la seguridad y la limitación de derechos. En el segundo, se destacan razones de legitimidad democrática y de cohesión social. Dicho de otra forma, una democracia no puede excluir de forma permanente a grupos o partes de su población residente, sin degradar su conciencia democrática y sin el grave riesgo de generar fracturas sociales basadas, tanto en la desigualdad social como en la diferencia cultural.
De acuerdo con la clásica teoría de Marshall, la ciudadanía democrática se ha basado en el desarrollo, consolidación y extensión de tres tipos de derechos: civiles, sociales y
políticos. Respecto a los inmigrantes, nos encontramos con dos situaciones: una inferior, marcada por la frontera de la irregularidad, y otra superior, marcada por la frontera de la ciudadanía. Por abajo, los inmigrantes sin permiso tienen, y de forma limitada, una reducida nomina de derechos fundamentales reconocidos, según establece la Ley 8/2000. En su caso, al menos según el Programa GRECO 2001, ni se plantea su integración. No cabe extrañarse, pues, que respecto a ellos tampoco se plantee el problema de su participación ni su trato igualitario. Por arriba, tenemos la situación de los inmigrantes regulares a los que se propone la integración. Según la normativa, la integración es la contrapartida a la buena inmigración: la que contribuye económicamente, cotiza a la Seguridad Social y dispone de permiso. Incluso en este caso, no es real la pretendida igualdad. De acuerdo con el esquema de Marshall, los residentes extracomunitarios con permiso gozan de los derechos civiles y sociales reconocidos a los nacionales. Su participación en la ciudadanía democrática tiene el límite de los derechos políticos, de los que están excluidos. Esta exclusión se ha conformado, hoy, como la frontera de la ciudadanía que se concreta, en nuestro caso, en la exclusión de la función pública y del ejercicio de los derechos políticos de los no nacionales 3 .
Esta frontera de la ciudadanía tiende a presentarse y legitimarse como algo “natural” cuando es tan sólo la muestra de una forma de organización e identidad social ligada al modelo de Estado-nación. En el origen de los Estados modernos, la ciudadanía constituyó un factor de inclusión e igualdad para amplios sectores de población, particularmente masculina. Por el contrario, en el mundo globalizado actual, con sociedades y estados más multiculturales, la ciudadanía se conforma como “el último privilegio de estatus, … un factor de exclusión y de discriminación” (Ferrajoli, 1999: 32). La ciudadanía que se niega a los inmigrantes tiene una doble dimensión que conviene enfatizar (De Lucas, 1998). Por un lado, la ciudadanía como estatus, título que legitima y habilita para el acceso a los derechos en igualdad de condiciones. Por otro, la ciudadanía como participación, como capacidad y legitimidad para ser uno más del grupo de iguales que elige a los gestores públicos y decide sobre las leyes que afectan a todos.
La exclusión de los inmigrantes residentes de los derechos políticos comporta problemas para un proceso de integración, al menos desde tres puntos de vista: pragmático, normativo y simbólico. El primero es pragmático. Si se priva de los derechos políticos a los inmigrantes residentes sus necesidades, anhelos y propuestas no cuentan en el ámbito institucional. Los colectivos de inmigrantes no proporcionan votos y por ello, dado el funcionamiento del sistema, no son relevantes para los partidos políticos. En estas circunstancias, el ejercicio de otros derechos y sus condiciones de inserción resultan disminuidos. El segundo punto de vista es normativo. La negación de los derechos políticos a personas que viven en el país desde hace años, trabajando, formando familias y pagando sus impuestos, contradice los valores básicos de la democracia. Baste recordar que, hace más de doscientos años, la independencia norteamericana se inició con el lema, “no hay impuestos sin representación”. Por no citar a la “radical” Revolución Francesa. El tercer punto de vista es el simbólico. Si se excluye a los inmigrantes residentes del grupo de iguales que, mediante las elecciones, establece las normas del “contrato social” construimos a los inmigrantes como ciudadanos de segunda que ven denegado su derecho al voto, junto a otros grupos de “incapaces” (menores de edad, “enfermos mentales”) o de “indeseables” (penados).
El derecho al voto, y su sucesiva ampliación, fue uno de los elementos del proceso que transformó los regímenes liberales del siglo XIX en las democracias occidentales del siglo XX. Inicialmente, el sufragio era censitario, excluyendo a las mujeres y los no propietarios. La consecución del derecho de voto fue una de las banderas del primer movimiento obrero, como también de las valientes sufragistas. Las mujeres estuvieron excluidas de este derecho hasta la década de los años 30 y 40, en buena parte de Europa. En rigor, sólo a partir de esa fecha, puede hablarse de “sufragio universal”. Actualmente, en nuestras sociedades ampliadas por la inmigración, se plantea el reto de actualizar nuevamente la “universalidad” que se proclama.
En un mundo globalizado, con organismos supranacionales como la Unión Europea y con países cada vez más plurales, está en cuestión la vieja concepción de ciudadanía. De hecho, los nacionales de la Unión Europea en el Estado Español ya se conforman como unos cuasi-nacionales. En su caso no son de aplicación buena parte de los preceptos de la Ley de Extranjería 8/2000. Pueden votar en las elecciones municipales y acceder, en igualdad de condiciones que los españoles, a la función pública. Como nosotros en el resto de países de la Unión. Por tanto, el reto de la inclusión está centrado en el inmigrante extracomunitario ya que es el que padece la exclusión más radical. Actualmente, está en discusión el proyecto de Constitución Europea y dentro de ella el estatuto de ciudadanía europea que se adopte. Sin embargo, paradójicamente, un indicador del grado de calidad democrática de la ciudadanía europea será el trato que acorde a los inmigrantes extracomunitarios, es decir, a los residentes no-europeos.
Superar la frontera de la ciudadanía que se ha señalado supone desvincular el derecho de voto de las dos dimensiones de la ciudadanía occidental: la nacionalidad, como miembro de la nación, y la ciudadanía estatal, como expresión de una soberanía, la de la comunidad de ciudadanos. El derecho de voto no puede depender de la identidad nacional, es decir de la consideración propia y aceptada por el resto de que se es miembro de la nación que, de forma real o imaginaria, sustenta dicho Estado. Este principio es más difícil de sostener en estados plurinacionales, como el Estado Español, con diversas identidades nacionales. Igualmente, el derecho de voto al inmigrante residente, como justa contrapartida a su esfuerzo de trabajo e inserción durante años, no puede subordinarse a que el Estado lo reconozca súbdito, mediante la nacionalización administrativa. Si desanclamos el derecho de voto de sus antiguos vínculos hay que reanclarlo en otro: la residencia. Ello supone, en el caso de los inmigrantes, vincular el derecho de voto a la residencia durante un tiempo y concederlo a los inmigrantes que acrediten un arraigo.
Este es un tema complejo, sin formulas que conciten un amplio consenso. Por otro lado, se trata de un debate apenas iniciado en el Estado Español. Cabría señalar, al menos, dos temas de debate. Uno, primero, serían los requisitos a establecer. Si el derecho al voto se sustenta en la residencia, ello implica que el inmigrante ha de acreditar un cierto arraigo (¿tres años?, ¿cinco?). Otro tema de discusión es el nivel de participación política que se marca: municipal, autonómico y estatal. Las experiencias europeas que existen se circunscriben al ámbito municipal, y fueron adoptadas hace ya algunas décadas, en el marco de políticas inclusivas de los inmigrantes. Irlanda, desde 1963, Suecia, desde 1975, Dinamarca, desde 1981 y Países Bajos, desde 1985, reconocen el derecho de voto y de elegibilidad en las elecciones locales a todos los residentes extranjeros. Un caso especial sería el de Gran Bretaña que, en 1948, concedió el sufragio activo y pasivo en todas las elecciones a los residentes “ciudadanos de la *Commonwealth*” . En nuestro caso, después de la reforma constitucional promovida en coherencia con el Tratado de Maastrich, hay formulas factibles4 para hacer realidad el derecho de voto en al ámbito municipal. Simplemente, cabría firmar tratados de reciprocidad con los países de origen respectivos. Otro tema sería la ampliación a las elecciones generales y autonómicas que no parecen tener encaje en el actual texto constitucional.
Con todo, la mayor dificultad no parece que sea las formulas técnico-jurídicas a aplicar. Se puede dar el paso adelante de conceder el derecho a voto en las elecciones municipales, dentro del actual marco legal. El problema mayor aparece, hoy por hoy, en el escaso eco social que parecen tener estas propuestas. Influye por un lado, el ambiente regresivo que padecemos respecto a las libertades y derechos en general y respecto a la inmigración en particular. Por otro lado, la inmigración en el Estado Español es bastante reciente, está en fase de instalación y asentamiento y donde otros aspectos, como la seguridad documental, el trabajo y la vivienda, aparecen como prioritarios. La problemática de la participación suele plantearse, siempre de acuerdo con la experiencia europea, en la fase de la residencia permanente y la segunda generación. Con todo, bienvenidas sean las propuestas como la de la campaña andaluza “Aquí vivo, aquí voto” o la de Batzarre ante el Parlamento Foral. Plantean un debate necesario, un problema de fondo y un reto de futuro, de un futuro muy cercano que ya despunta en la creciente presencia de chicos y chicas, hijos de inmigrantes, en nuestros institutos.

De Lucas, Javier, 1998, “La sociedad multicultural. Problemas jurídicos y políticos”, en Añon, Bergalli, Calvo y Casanovas (coords). Derecho y sociedad. Valencia. Tirant lo blanch.
Ferrajoli, Luigi, 1999, Derechos y garantías. La Ley del más débil, Madrid, Editorial Trotta.
Mahnig, Hans y Wimmer, Andreas, 2000, “¿Especificidad nacional o convergencia?. Una tipología de políticas de inmigración en Europa Occidental” en Migraciones 8, pp. 59-99.

Marshall, T.H y Bottomore, T., 1992, Ciudadanía y clase social, Madrid, Alianza Editorial.

  1. En mi opinión, como horizonte normativo, cabría definir la integración como el proceso de incorporación de los inmigrantes a la sociedad de recepción en igualdad de condiciones, derechos y obligaciones, que genera una convivencia intercultural mediante la cual puedan llegar a ser participantes activos conformando, como unos ciudadanos más, la vida social, económica y cultural de la sociedad de acogida.
  2. Esta es una de las conclusiones del estudio de Mahning y Wimmer (2000: 92) sobre las políticas de Francia, Alemania, Países Bajos y Gran Bretaña. Por otro lado, la Comunicación (2000) 757 de la Comisión de la Comunidades Europeas sobre una Política comunitaria de inmigración aboga por conceder a los inmigrantes “derechos y obligaciones comparables a los de los ciudadanos de la UE”.
  3. Ambas dos exclusiones tienen efectos tanto simbólicos, no se pertenece al grupo de iguales, como prácticos, ya que genera situaciones de discriminación respecto a los nacionales. Piénsese, al respecto de la exclusión de la función pública que la Administración en sus diversos niveles constituyó la primera fuente de empleo durante la década de los 90 en España y de empleo de “calidad” (permanencia, seguridad y cobertura social).
  4. En 1992, se reformó el artículo 13.2 de la Constitución Española para adecuarlo al Tratado de Maastrich, introduciendo la posibilidad de participación de los extranjeros en las elecciones municipales ejerciendo el derecho de sufragio activo y pasivo cuando esté establecido en un Tratado o Ley, siempre atendiendo a criterios de reciprocidad. En coherencia, la actual Ley 8/2000 establece en su artículo 6, apartado 1: “los extranjeros residentes en España podrán ser titulares del derecho de sufragio en las elecciones municipales atendiendo a criterios de reciprocidad, en los términos que por Ley o Tratado sean establecidos para los españoles residentes en los países de origen de aquellos”.

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