Animales

ANIMALES
(basado en hechos reales)

Olvida lo que sabes

¡Ahora somos animales!

Me sobra carnaval, Josele Santiago

No lo quiero, dijo Mía. Sus padres se quedaron extrañados. ¿Por qué no lo quieres, si has estado meses pidiéndonos un perrito? Mía recordó la imagen del televisor, con tantas caras, tanta angustia, tantos ojos y tanto miedo. No lo quiero, gritó la niña. Luego salió corriendo para llorar a escondidas sus primeras lágrimas de rabia. Tu hija es muy rara, le dijo el padre a la madre y se llevó al perro para atarlo en una esquina del jardín.
El perro se tumbó en el césped y decidió echarse una siesta. Al cabo de algunas horas, Mía también pudo dormirse a pesar del dolor de cabeza que le había producido el llanto. En cuanto se durmió el barco le vino al sueño. A su país había llegado un barco lleno de personas. Hombres, mujeres, niñas, niños, ancianos, ancianas. Habían salido de China cansados de malvivir y llegaban a Canadá llenos de esperanza. Pero no podía ser. Los países civilizados no pueden consentir que se entre en ellos de cualquier manera. Del barco no pudieron ni desembarcar. Un poco de agua y comida y de vuelta a China. Pero entre tanta persona viajaba un perro. En los países civilizados no se exige a los perros visado ni bolsa de viaje para entrar. Las conciencias occidentales no podían consentir que el perro fuera deportado de cualquier manera. En apenas unas horas se presentaron cientos de peticiones para adoptar al perro. Por supuesto, nadie se preocupó de qué raza era el perro, una muestra más de que en Occidente no se es racista. Tampoco nadie se preocupó en pensar que el perro ya tendría un dueño o una dueña. En el barco todos eran pobres y miserables, nadie estaba en condiciones de criar al perro como éste se merecía, así que el animal sería mucho más feliz viviendo con una familia canadiense, se concluyó. En cuanto se enteraron de todo aquello, los padres de Mía se precipitaron a conseguirle el perro a su hijita. Al padre le debían un par de favores en el ministerio y decidió usarlos para satisfacer el deseo de su hija. Justo antes de que el barco iniciara el camino de vuelta, un grupo de policías protegidos con mascarillas y guantes entraron en la nave para rescatar al perro de una vida de penurias y calamidades. Los habitantes del barco estaban debilitados tras una travesía de días. Además, el aspecto acorazado y robótico de los policías les asustó. Nadie se atrevió a hacer algo para impedir que se llevaran al perro. Excepto el mismo perro. El animal se defendió como pudo. Estaba bien con aquellos viajeros frustrados y no quería que se lo llevaran. Los policías tuvieron que golpearle y drogarle para llevárselo de allí. Todo era por su bien.
Cuando se lo dieron a Mía ya no se notaban los golpes y los efectos de los tranquilizantes se habían pasado por completo, el barco estaba ya muy cerca del puerto chino del que había partido y un montón de sueños quebrados se iban descomponiendo en el fondo de sus bodegas. Mía miró al perro y supo en seguida de dónde venía. La niña recordó la imagen del televisor, con tantas caras, tanta angustia, tantos ojos y tanto miedo. Pensó en la oscuridad de un camarote sin ventanas. En el mareo del océano. En la angustia de no tener dónde agarrarte. En el miedo que le daba el ruido del mar por la noche. En el llanto que se escuchaba cuando su madre cambió de canal. Y de tanta rabia como sintió se despertó.
Mía abrió los ojos y se sintió mareada, como si hubiera estado navegando en vez de durmiendo. Se levantó y miró por la ventana. Allí estaba el perro, atado a un poste, durmiendo. No es culpa de él, pensó Mía, pero no lo quiero.
Al día siguiente, el padre de Mía pasó por una tienda de animales al volver del trabajo. El nuevo miembro de la familia necesitaba alguna que otra cosa. Compró un comedero, una correa extensible, un hueso de juguete, un buen montón de comida y le reservó hora al perro para la peluquería. Cuando pagó, colaboró sin saberlo en una de las muchas estadísticas de la vergüenza globalizada: sumados los ochenta y tres dólares que el padre de Mía acababa de cargar a su tarjeta de crédito al resto de gasto de Estados Unidos y Canadá en comida de perros y gatos, se superaba el presupuesto anual de la FAO. Occidente no sólo se preocupa de la alimentación de sus perros y sus gatos, también se preocupa de que coman bien sus cerdos y sus vacas y sus pollos. Gran parte de la tierra arable del mundo se utiliza para cultivar cereales para piensos. Piensos para animales, por supuesto. En 1984, al mismo tiempo que en Etiopía cada día morían de hambre miles de personas, se estaba utilizando parte de la tierra agrícola del país para cultivar torta de linaza, de semillas de algodón y de colza y exportándolo como alimento de ganado al Reino unido y a otros países europeos. We are the world, canta Occidente, y el resto nuestra despensa y vertedero.
Aunque, claro, todo es relativo. El hambre de unos es la obesidad de otros. De eso saben mucho los buitres, los dirigentes políticos o los altos ejecutivos de transnacionales. También las gaviotas. Por ejemplo las que acompañaron durante quince días a una patera que quedó a la deriva. El hambre y la sed iban acabando poco a poco con los navegantes. Las gaviotas sólo tenían que revolotear a la espera de que alguno de ellos muriera y los compañeros lo tuvieran que tirar al mar. Entonces el banquete estaba asegurado. El único inconveniente era tener que comer con prisas, antes de que el cadáver se hinchara y se hundiera en el fondo del mar. Carne de inmigrante, un manjar delicioso que no está al alcance de cualquier gaviota. Generalmente deben conformarse con los peces que los pescadores desechan al llegar a puerto. Es una suerte pillar una patera a la deriva llena de comida. Las gaviotas tienen muy mala fama y sin embargo son animales muy agradecidos. Cuando aquel banquete finalizó, enviaron a una de ellas para que agradeciera los manjares que habían disfrutado al amo de las fronteras. De nada, de nada, le contestó, lo hago encantado, las gaviotas sois mis animales favoritos. Y deben serlo porque son la imagen de su partido.
El primer fin de semana que el padre de Mía tuvo tiempo, lo dedicó a construirle una casa al perro. Intentó convencer a su hija para que lo ayudara pero la niña se negó. Tu hija es muy rara, le volvió a decir el padre a la madre y se puso a clavar las maderas según le indicaban los planos. A media tarde del domingo el perro ya tenía su caseta construida. ¿Te gusta? le preguntó a Mía. No es mi casa, dijo ella, pregúntale al perro. Al perro nadie le preguntó pero él dio una respuesta muy clara: nunca se metió dentro de la caseta, ni siquiera los días de frío y lluvia. Y es que, a veces, confundimos casas con jaulas. Como cuando en mitad de un parque se coloca una jaula muy grande y llamativa llena de pájaros. Podrán ser los barrotes muy finos, los colores del metal muy alegres, las formas muy redondeadas pero no dejará de ser una jaula, una cárcel, una prisión. En cierta ocasión, colocaron una jaula de éstas en una ciudad del sureste español. El ayuntamiento quiso ofrecerles a sus ciudadanos la posibilidad de contemplar todo tipo de aves exóticas. Tras los barrotes encerraron plumas multicolores y cantos ahogados en la brevedad de la jaula. Pasó poco tiempo hasta que todos los pájaros encerrados murieron. Tras aquel fracaso, el Ayuntamiento rellenó la jaula de palomas, animales menos llamativos pero más resistentes al cautiverio que los delicados pájaros del Amazonas y las selvas vietnamitas. Pero las palomas no interesaban a nadie y allí quedaron olvidadas. Sin atención, sin comida y sin agua tardaron poco en morir también. La jaula quedó vacía hasta que años más tarde otros la ocuparon. No fueron animales sino personas que necesitaban algún lugar en el que dormir. Entre comederos abandonados y alrededor del tronco seco que adornaba el interior colocaron sus mantas y sus bolsas. La jaula de las palomas se convirtió en la casa de un puñado de personas que no tenían donde refugiarse tras la larga jornada de explotación laboral bajo cualquier plástico. Personas que enfurecieron al Ayuntamiento y resto de autoridades al meterse en la jaula de las palomas, porque allá encerrados se hicieron visibles y algunas personas se prefieren transparentes, ocultas o invisibles.
¿No le vas a poner nombre al perro? le preguntaba su padre de vez en cuando. Mía no solía responder y cuando su padre se ponía muy pesado le callaba proponiéndole que el perro se llamara Estupidez, Crueldad, Locura o algún nombre por el estilo. En otra ocasión, cuando Mía fue lo suficientemente mayor como para entender las razones globalizadas que empujan barcos y pateras de un mar a otro y cierran fronteras a cal y canto, respondió: Los que sí tenían nombre eran todas las personas a las que devolvisteis en el barco. El padre quiso decirle que él no tuvo nada que ver con aquello pero dudó. Quizás todo el rencor que su hija le había guardado durante todos esos años era justificado. Pelearse por salvar a un perro despreciando a la vez la vida de decenas de personas, eso fue lo que hicieron. En ese momento empezó a entender a su hija y aquella noche fue el padre el que lloró y el que soñó con tantas caras, tanta angustia, tantos ojos y tanto miedo llenando todo un barco.
Una mañana el perro amaneció muerto. Habían pasado los años suficientes para consumir el tiempo que le correspondía de vida. Por la tarde, el padre de Mía le pidió que les acompañara al cementerio de mascotas a enterrarlo. Mía miró a su padre y no supo qué sentir ante él. No, papá, le dijo, id vosotros. Y mientras un caro ataúd de madera de cedro esperaba los restos del animal para cubrirlos de tierra en la avenida dedicada a los perros valientes y fieles, Mía recordó el cementerio de las afueras del Cusco, en la carretera a Manto Parpay, con sus plásticos azules señalando cada tumba. Y el cementerio de lujo que había bajando desde El Alto al valle de la Luna de La Paz, a mitad de camino entre los pobres y los ricos aunque reservado sólo para los segundos. Entre tanta muerte y eternidad, a Mía se le mezcló el pasado con el presente. Del pasado, animales muertos descomponiéndose y transformándose en petróleo en una alquimia desastrosa. Del futuro, animales sanguinarios y voraces a sueldo de empresas petrolíferas dispuestos a llenar innumerables tumbas con las miles de personas que serán sacrificadas en Irak en nombre del dios petróleo. Quizás el perro recién enterrado llegue alguna vez a ser medio vaso de gasolina y todos los muertos iraquíes algunos barriles de fuel. Es una opción: cuando se acabe el petróleo que crearon los animales prehistóricos se podrá recurrir al que brote de los millones de asesinados en nombre de los combustibles, del dinero, del poder.
Los sombríos pensamientos de Mía fueron interrumpidos por el ruido de un coche. Sus padres volvían antes de lo esperado. Mía salió a recibirlos. Al llegar al jardín vio que su padre descargaba del maletero la bolsa negra con el cadáver del perro y que la llevaba a la parte de atrás de la casa. Mía lo siguió. Prefiero enterrarlo en casa, le dijo su padre cuando la vio. No sé por qué, le explicó, quizás para no olvidar lo de aquel barco. Nunca había hablado de ese tema con su padre y le sorprendió mucho oírle decir aquello. No debimos hacerlo, Mía, le reconoció, lo siento. Aquel barco… la frase se quedó a medio porque la voz del padre se quebró. Mía no dijo nada. En vez de eso se acercó al cobertizo, trajo la pala y ayudó a su padre a enterrar al perro.

federico montalbán lópez

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